martes, 27 de enero de 2009

Una sociedad de brutos

Qué ondas bato

Ruy Alfonso Franco

“La confianza con las palabras, las ideas, las imágenes y las arriesgadas acrobacias verbales asumen el control de la personalidad, de modo que el ejercicio de la habilidad se convierte en una necesidad cotidiana” (Paul Johnson, Los creadores, p. 32).

Contra lo que uno pudiera imaginar la nueva y sofisticada tecnología digital está generando una sociedad cada vez más bruta. Basta leer en los chats, blogs y mensajes en celulares para darse cuenta.

Relata Paul Johnson en su libro Creadores que el escritor inglés Geoffrey Chaucer (autor del inmortal Los cuentos de Canterbury), hacia 1400, año en que murió, dominaba ocho mil palabras y fue tan importante su aportación al idioma inglés, que Chaucer logró darle identidad nacional al idioma cuando éste no era más que un dialecto de palabras cortas, una mezcla de origen germánico y románico unidos al anglosajón. Y es que contra el uso común de la gente que sabía escribir, el poeta escribió en inglés cuando los nobles y la gente culta sólo hablaban francés e italiano, lenguas consideradas las apropiadas para expresarse mejor, porque el inglés era burdo.

Al igual que Shakespeare (que dominaba 20 mil palabras), Chaucer aportó nuevas expresiones de su cuño al inglés muchos años antes, que la gente incorporó a su léxico porque las obras del escritor —como Shakespeare— en buena parte estaban dirigidas al vulgo.




Cinco siglos después, en México estaba muy clara la idea del desarrollo cultural como muestra del crecimiento personal y era el estudio la máxima aspiración que la sociedad tenía para destacar cuando no se era noble ni rico. Los libros, las radionovelas, pero sobre todo el cine hacían hincapié en tal cosa, aun a riesgo de acartonar sus historias, pues el lenguaje empleado siempre era esmerado y pulcro. Las barbaridades, aunque estereotipadas, eran tomadas en la narrativa, la radio y el cine como muestra de máxima ignorancia. Al menos hasta los 50 en la literatura, que cada vez era más audaz pero sin abandonar el español fino como esencia de su arte; y hasta los 60 en el cine, que fue decantándose gradualmente por un lenguaje cada vez más popular, hasta llegar a la época de las ficheras en los 70, donde lo soez fue el sello del cine nacional.



La televisión, nueva en el escenario, estaba sujeta a múltiples limitaciones (como la radio) impuestas por Gobernación y no podía decir ni pío sin el consentimiento de los censores (la Iglesia, Gobernación y ligas de la decencia). Y la radio, impedida en un principio para expresarse más libremente, siguió empleando el idioma —si bien coloquial— exento de vulgaridades, hasta los 80, época en que las estaciones admitieron comunicadores improvisados porque al venir de la televisión —que se abrió por sus pantalones, gracias a la fuerza que asumió en las campañas políticas— traían con ellos su popularidad y eso era bueno para el negocio. De ahí en adelante, cualquiera que demostrara que podía gritar y decir mil tonterías en pocos segundos fue admitido en la radio nacional y ya no importó tener una voz educada y carismática, ahora cualquiera podía ser locutor.




Entretanto, la prensa mantuvo hasta los 70 su rígida formalidad con los atavismos acostumbrados y no fue hasta que surgieron medios como Proceso, La Jornada y Unomásuno que se hizo un periodismo más incisivo y profundo, con un lenguaje sin tapujos. Mientras que su competencia, la prensa más comercial, amplió las imágenes y redujo los textos para facilitar a sus lectores flojos su rápida consulta, trivializando sus contenidos.

Estaba claro que las audiencias aceptaban todo, especialmente las nuevas generaciones de plano educadas por los medios de comunicación, cada vez más alejadas de la idea del estudio como estímulo de superación. Por supuesto, también alejadas de la lectura. Todo lo contrario en cerca de 70 años del siglo XX, en donde el sentimiento por la educación estaba muy acendrado, incluso en las mentes más empobrecidas, pues se creía de veras en el estudio como la única manera de salir de pobres. Así lo pregonaban los distintos gobiernos desde Álvaro Obregón, que sintiéndose comprometidos con los idearios de la revolución —en sus discursos populistas—, generaban la idea de desarrollo y democracia. Y los mass-media estaban obligados a respaldar ese sentimiento.



Creo que la mayoría recordará la tremebunda historia de El derecho de nacer, escrita por el cubano Félix Benjamín Caignet Salomón en 1948, año en que se estrenó en la radio cubana. Obra cumbre de las radionovelas que trascendió incluso al cine y la televisión en toda Latinoamérica, sobre la trágica historia de la acaudalada heredera María Elena del Junco que sale embarazada sin estar casada, expuesta a la deshonra y abandonada por el novio. Cuando don Rafael se entera que su hija tendrá un retoño le exige que aborte, pero ella huye junto con su nana la negra María Dolores. El padre manda asesinar al nieto y esto provoca que María Elena le dé su hijo a la nana para que lo esconda muy lejos. Años después aquel niño llamado Alberto Limonta asciende los peldaños platinos de la sociedad, gracias a que mamá Dolores, aun lavando ajeno, lo impele a estudiar para convertirse en un prominente doctor. Pero el destino le depara al joven retruécanos inesperados, pues termina salvándole la vida al que ignora es su abuelo. Y don Rafael en agradecimiento…

Sin duda melodramas promedio como éste inspiraron a muchas familias que veían en la historia el implícito deseo de superación, amén del enaltecimiento moral cristiano de no permitir el aborto, acorde a los ideales de entonces.

Si la buena educación era la exigencia general en ¾ del siglo 20, que incluía no solamente conocimientos sino modales, ya no es así. Educarse hoy no implica refinamiento y como se ve tampoco acervo cultural, sino simples tecnicismos para manejar herramientas como operarios calificados, pero lejos de la ingeniería mental. Esto ha provocado un libertinaje asociado a la falsa idea de liberación e independencia en un conveniente sistema neoliberal que ha encontrado la clave para mantener el control, precisamente, en la nueva tecnología que tiene obnubilados a sus usuarios imaginando, como a esos conductores en carros tronantes, con poder semejante. De ahí el comportamiento grosero de las mayorías.



En Navidad y Año Nuevo mis hijos y sus amigos estaban más pendientes de sus celulares —que revisaban a cada rato recibiendo, esperando o enviando mensajes—, que al convivio familiar; o en otras ocasiones no se diga de las inoportunas llamadas a la hora de la comida, de la siesta o la noche, y los que contestan apresurados interrumpiendo conversaciones o tareas debido a un tipo o tipa que habla para decir, “ey, ¿qué ondas?”, o del banco cobrando a las siete de la mañana con voz amenazadora; tanto como los que llaman para vender cosas que no necesitas y tan engorrosos como los Testigos de Jeová, tan inconscientes como los que contestan el teléfono a la mitad de la función de cine, manejando en plena avenida o hablando a gritos.

El viernes en la madrugada acudí a urgencias al IMSS debido a un fuerte dolor de pecho y lo que recibí fue a una recepcionista que nos tiró a lucas a Marie y a mí hasta que la señora quiso atendernos. Dentro, una doctora joven con cara larga y peores modales se molestó porque le pedimos viera mi caso y ya en ello la mujer ni siquiera se dignó a responder cuando quise saber hasta dónde llegaba mi presión arterial. Lo más jocoso fue un enfermero tratando a los pacientes (la mayoría gente adulta y varios ancianos) con expresiones como esta: “¿Qué ondas bato?, n’ombre, qué cobarde eres, le tienes miedo a la aguja”, “listo carnal, ya estuvo”, “¡Ey! No se duerma, porque aquí el que se duerme se muere”. Otros doctores o internos tuteaban sin respeto a señores de 80 años.

Escritores medievales como Chaucer, Shaskepeare o Cervantes revolucionaron como pocos la idea del lenguaje escrito, que llevó a la humanidad a lo largo de 500 años a hablar y pensar mejor. Sin embargo, en medio siglo ahora se ha detractado tanto al lenguaje que asombra que el desarrollo tecnológico, tan rico y sofisticado, sirva sólo para embrutecer y hacer creer que nada importa más que los aparatos, dejando a un lado hasta la simple cortesía.


Fotografías: RAF
Portada: Aramis Franco

lunes, 22 de diciembre de 2008

Fotografía

La imagen no es de quien la trabaja

Ruy Alfonso Franco

Ni hablar, la fotografía es nuestra memoria colectiva, la preferida para dejar constancia inmediata de que aquí estamos, estuvimos y estaremos.

Hace días asistí al cumpleaños de un amigo y llevé, como acostumbro, mi Sony de 7.2 megas, pero rápido quedé apabullado por la cantidad de cámaras y celulares que sacó la gente disparando a la menor provocación. Es evidente que la imagen impera y que la fotografía, como adagio milenario impone su huella, qué importa que sea barata, bárbara o indiscreta, si es ahora el moderno oráculo de Delfos y Freud fue el principal pitoniso. Que la gente escribe menos, mal y habla peor es porque encuentra en la imagen el modo rápido y fácil de expresarse, el precio de la vulgarización de Pyto, la serpiente ladrona de la sabiduría de Apolo vuelta nuestra multimedia.


Si un sociólogo, comunicólogo o psicólogo, por ejemplo, puede hallar en esas imágenes producidas por millones a diario en la nueva mass-media visos de la realidad, el vulgo encontró el modo de reflejarse a sí mismo en videos y fotografías para subirlas a Internet y hacerse presente. Ya los griegos habían buscado en el oráculo de Delfos las respuestas a todas sus incertidumbres y hoy los especialistas, modernos pitonisos, encuentran en la imagen digital una insospechada realidad fragmentada de una sociedad que, sin reparar en técnicas, estética o arte, usa a la cámara como vocera omnisciente de su existencia, porque aun sin darse cuenta resume en esa fracción mucho de su personalidad —con o sin photoshop—, mucho de lo que es hoy la sociedad del siglo XXI.

Cuando el daguerrotipo hizo posible el surgimiento del cine a fines del siglo XIX, Segismundo Freud —precursor del psicoanálisis— no tardó mucho en descubrir el poderoso influjo de la imagen que reproducía la realidad, así fuera un montaje, porque la fotografía permitía ver no sólo lo evidente, sino lo que había detrás: ideas, fines, intenciones, tiempo y por lo tanto historia. Gracias al documentalismo es que sabemos con exactitud cómo era Pancho Villa o Zapata y las películas de ficción arrobaron, además, la conciencia colectiva, pues produjeron fantasías, temores, ilusiones; ayudaron, incluso, a construir personalidades, a influir mentalidades.



Quien supiera interpretar esos símbolos sería un sabio con gran poder, porque podría dirigir el uso de la imagen. De eso surgió un imperio descomunal llamado medios de comunicación. Pero cuando tales herramientas cayeron en manos del individuo, es como imaginar a millones de genios locos redefiniendo el uso e impacto de dichos medios y la preeminencia absoluta de la imagen sobre el pensamiento (el constructor de ideas), pues la humanidad cada vez se volvió más visual que verbal, más floja para pensar. ¿Para qué hacerlo, si máquinas inteligentes lo hacen por uno? Así unos cuantos dirigen el modo de pensar y el colectivo vive su nuevo sueño de opio porque aprendió a navegar en la Internet, sintiéndose dueño del mundo pues produce sus propias visiones. Qué importa si éstas en apariencia están vacías.

Un ejemplo de lo que la fotografía bien interpretada y mejor usada puede generar, es la película Pozos de ambición (There will be blood, 2007, EUA), de Paul Thomas Anderson, basada en una novela de Upton Sinclair, con Daniel Day-Lewis como actor principal, sobre una historia que transcurre en la frontera de California a finales del siglo XIX en pleno boom petrolero; la crónica es sobre Daniel Plainview (Day-Lewis), que pasa de ser un mísero minero a un magnate del petróleo. La cinta contiene una excelente ambientación lograda, gracias, a una exhaustiva investigación visual del modo de vida y lugares de la trama, según nos cuentan en detrás de cámaras: cientos de fotografías originales sirvieron de guía de la época y hoy podemos ver con inaudito realismo cómo fue aquello.


Pero de qué manera aprovechar mejor la tecnología parece no interesarle mucho a las masas, puesto que se conforman con sólo aparecer en la imagen, qué importa cómo: chueca, desenfocada o pixeleada. Manejar parte del know-how nos ha hecho creer que ya somos alguien, se nota en las desquiciadas ventas de aparatos de toda índole y en los usuarios como dementes por las calles pegados a sus aparatos, esforzándose por “estar al día”, aun cuando es imposible. “La fotografía concede al pobre, al paria una extraordinaria revancha (...) por los siglos de humillación y arrastrada existencia. El retrato es un desafío al tiempo y realiza el deseo de eternidad” (La imagen en la sociedad contemporánea, Anne-Marie Thibault-Lalulan).

La Navidad nunca se vendió mejor hasta que se digitalizó.

Con semejantes atributos hacemos acto de presencia en Facebook, Flickr, Fotolog, Hi5, Metrolog, Netlog, Sónico, Space y una cantidad inimaginable de sitios en la red que exhibe nuestras fotos y videos, captando la atención de millones de seres en el planeta de toda edad y condición. Es sencillamente fascinante, saca nuestros escondidos egos y un narcisismo fundamental: somos, soy y por lo tanto existo.



Ahora que uno de mis hijos se quedó sin novia, con la que duró años, estoy reclasificando mi archivo de fotos, pues habrá que poner a la ex en otra carpeta distinta a la familiar… Triste, pero inevitable; supongo que algún día vendrá otra chica y reclamará su sitio en el álbum de familia. Mientras tanto me solazo contemplando a mis hijos en docenas de carpetas, luego del vendaval neurótico por el que poco a poco voy saliendo, mirando a mi Marie, familiares, amigos, alumnos, conocidos y a mí en distintas épocas, edades, casas, trabajos y lugares. Es un recuento cronológico-gráfico de alegrías y sinsabores, un diario emotivo que consigna mi historia, la de mi familia. Las fotografías que veo cuentan mi niñez a retazos, mi adolescencia invisible, mi adultez insurgente y mi madurez accidentada; pero como protagonistas indiscutibles están mis muchachos amados y mi esposa cómplice, mi dulce amiga, mi fiel amante.

Encuentro que la fotografía, desde que tuve la suerte de coger una cámara en el taller de fotografía por tres años de práctica divertida en la secundaria (que el cine paralelamente impulsó mi fascinación por las imágenes y que mi carrera acentuó su naturaleza), desde entonces, desde los 14 años, hallo en la creación de imágenes esa sublime manera de decir: aquí estoy; la misma que han encontrado otros intuitiva y rudamente. Sólo que yo tengo la fortuna de pensar en la fotografía, igual que otros —pocos—, como el arte maravilloso que es.

Sin embargo no dejo de reconocer que los jóvenes de hoy tienen la ventaja, a diferencia de otras generaciones, de ver a la imagen con más naturalidad porque la producen con mayor facilidad y sentir que pueden adueñarse de ella aunque sea un poquito, por eso la desfachatez con que se toman fotos a sí mismos obsesivamente, siempre mirando de frente. Porque la imagen, habrá que aceptarlo, no es de quien la trabaja, sino de quien la mira…


Holy shit!


Ya saben, una pinche feliz Navidad, o lo que sea que signifque eso.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Depresión

Amargo animal

Ruy Alfonso Franco

En la amorosa noche me aflijo.
Le pido su secreto, mi secreto,
La interrogo en mi sangre largamente.
Ella no me responde
Y hace como mi madre, que me cierra los ojos sin oírme.
(De la noche, Jaime Sabines
[1])

Ahora que la constante en mis horas nubladas es desazón y angustia, porque la melancolía es invierno gris y mis lágrimas rameras de torrente fácil, como nunca escucho voces amigas que advierten me quiera más. Y pienso: “ah chingao, ¿pos cómo?”, si el güey que veo a diario en el espejo es mi bastardo favorito. Piensa positivo, me dicen.



Viñeta: Víctor Higadera

Un doctor en la tele de la madrugada, cuando repiten todo para los que como yo, que sin droga para dormir estoy a la caza de mis fantasmas a las 2 a.m., decía enfático: “Los lóbulos frontales se consideran nuestro centro y hogar emocional del control de nuestra personalidad”. Todavía más, según leo en Lubrano.com, la depresión está asociada a lo que se conoce en psiquiatría como el síndrome del lóbulo frontal, que a la letra explica: “Trastorno mental orgánico caracterizado por cambios marcados de personalidad”.

Y la depresión, dice el mismo Dr. Lubrano, es un “estado mental caracterizado por sentimientos de tristeza, soledad, desesperación, baja autoestima y reproches a uno mismo; acompañado por retardo motor o en ocasiones agitación, alejamiento del contacto interpersonal y síntomas vegetativos tales como el insomnio y la anorexia. El término se refiere a un estado de humor o a un trastorno del humor”. El problema se vuelve serio cuando la depresión ya no puede ser controlada y pasa de ser una racha provocada por el estrés o el modo de vida que el interfecto lleva o haya llevado, y se atora en sus laberintos existenciales. La cosa es que el doctor de la tele dijo algo que me pareció curioso: que uno puede programar la felicidad, palabras más palabras menos; que sólo hay que desearla por la mañana al levantarse y listo.




Viñeta: Brenda Mayorquín Cañedo (alumna de cine, en clases)

A ver, tengo por costumbre levantarme desde chaval muy temprano y nunca de mal humor. Tenía años madrugando a las cuatro o cinco para leer o escribir, porque esas horas son muy chidas: no hay quien te joda. Pero de unas muertes para acá, como que batallo más para dormir: “Con don Julio en el féretro (1996) una fusión extraña se dio en mi universo, pasó tiempo para darme cuenta de lo irremediable de ese pozo oscuro y único en el alma. Al año siguiente se fracturó mi chi; ver a mi abuela en esa caja miserable (1997) no tuvo madre. Y la que yo tenía habría de ser el mayor de los abandonos, cuando doña Carlota decidió que ya no tenía por qué vivir (2002). Y se fue. Nunca arreglamos nuestros vacíos. Ahora ya no importa cuántos hoyos más se abran, todos caben en el mismo. La cosa es que duele, mucho”[2]. Hasta entonces cuanto catorrazo me llevara nomás miraba para arriba y echaba pa’lante, con denuedo, con tozudez, y cada vez con más sarcasmos en la faltriquera, la sonrisa arsénica y el hígado como blasón. Armadura al gusto. Cantaba: Bueno. Me visto. Hablo. / Estoy solo —es lo mismo— / ¡pero qué alegre de algo! [3]




Doña Carlota y don Julio

Pero hete que las abolladuras son hartas, por ello amigos insospechados me regalaron, generosos, cucharaditas de luna e insistieron “quiérete mucho, se positivo”… Confieso que estoy por eso en un dilema, ¿qué es ser positivo?

Cierta ocasión, trabajaba con mis compañeros maestros en un engorroso relleno de formularios impuestos por la SEP, para mendigar más recursos. Adryan (con "y") preguntó desde el otro lado de la mesa, seguro para matar el tedio de las tres de la tarde: “Franco, ¿con cuántas mujeres has cogido?”, una docena de cabezas voltearon al unísono, entre ellas tres profesoras curiosas. Como pudor no es mi amigo, contesté sin empacho: “cuatro, tres antes de mi mujer y mi mujer”. Ahora fue Adryan el sorprendido y exclamó como augusto eléctrico: “¡Maestro, por Dios, siquiera di que fue una docena! ¡Cómo que cuatro! ¿Qué te pasa?” Junto con las carcajadas del auditorio empezaron las estadísticas de uno, otro y aquél; por cierto, Víctor nos ganó con quinientas y tantas. Yo lo único que alegué a mi favor fue que, por ganas no paraba, pero Marie vota siempre en contra. Le he jurado que no busco aventuras, pero si sale alguna, sobres; pero se esponja. Eso es ser positivo, ¿no?

Confieso, soy medio ingenuo, algo honrado, lamentablemente puntual, directo con lo que pienso, agradecido como perro, solidario siempre que no sea Teletón, Juguetón o redondeos mañosos, curioso ante la incertidumbre, cursi respetuoso, ateo consagrado, tragón consolidado, huraño insoportable, rata hogareña, irascible por condición médica, romántico de clóset, estúpido idealista, adorable lujurioso y hedonista dispuesto. ¿No es esto positivo? Soy, lo que se puede decir, de una pieza redonda, de una sola cara. Tauro.




El interfecto, echándolo a perder

No creo en Dios, ni brujerías, ni políticos, ni zalamerías, ni en la tele, ni la radio, ni la prensa, ni en ricos que dan limosna, ni en pobres que buscan lástima. No creo en algunos que se dicen mis amigos —mucho menos en los que fueron—, ni en curas, ni cardenales, menos en papas, reyes o presidentes. Detesto que me digan qué hacer cuando sé qué procede, por eso odio a los prepotentes, a los superfluos, a vanidosos, mentirosos, negligentes, irresponsables, sátrapas, egoístas, dos caras, corruptos, tacaños, vividores, asaltantes de traje, secuestradores, narcotraficantes, igual buchones, juniors y fanáticos del fútbol, béisbol o cualquiera que vea deportes y se apasione adorando atletas por la tele, cantantes por la radio, artistas de telenovela, rockeros de a mentis, adoratrices de vírgenes, santos patronos, monjitas de colegios, profetas venturosos, idiotas pegados al celular, consumidores sin recato, recatadas de oficio, madres de 10 de Mayo, padres con compadres, chiquillos chantajistas, perros de bolsillo, chicas fresa, santurrones, beatos y caprichos.

No ser todo eso, ¿no es positivo?

Pero tienen razón cuando dicen que me tengo que querer. Les juro que lo he intentado desde que veía a los demás chiquillos jugar tras mi ventana, cuando perdía en todo porque nunca fui bueno en nada, cuando pensaba las cosas mil veces porque de todo estaba inseguro, cuando tenía que dar explicaciones penosas: “¿por qué no vino tu mamá a la junta”?, “¿por qué traes pantalones de brincacharcos?”, ¿”por qué usas zapatos de payaso?”, “¡cuatrojos!”; “¿por qué no vino tu padre a tu boda?”. O cuando me tuve que hacer preguntas incómodas: “¿por qué mi papá nunca está aquí?”, “¿por qué tenemos que cambiarnos otra vez?”, “¿por qué me odian?”, “¿por qué yo no tengo novia?”. O cuando tenía que responder cosas embarazosas: “tengo hambre”, “no sé bailar”, “no soy joto nomás porque leo”, “es que no tengo ropa”. Pero lo peor fue cuando tuve que hacerme el fuerte aunque me moría de miedo: en el barrio a punta de trompadas, en las primarias a punta de trompadas, en la secundaria haciéndome invisible, en la prepa haciéndome invisible, en la universidad esforzándome por dejar de serlo y como maestro, haciéndome el duro.




Viñeta: Víctor Higadera

Pero eso es historia. Y usted, ¿qué haría con el del espejo? Yo me debato.

Lento, amargo animal
que soy, que he sido

Amargo como esos minerales amargos
que en las noches de exacta soledad
—maldita y arruinada soledad
sin uno mismo—
trepan a la garganta
y, costras de silencio,
asfixian, matan, resucitan.
[4]

[1] Sabines, Jaime. De la noche, Poesía, nuevo recuento de poemas, Lecturas Mexicanas 27, p.36
[2] Franco, Ruy Alfonso. Los negros hoyos de la ausencia, El Sol de Mazatlán, 18 de febrero, 2007.
[3] Sabines, J. Frío y viento amanecen, ídem, p.50.
[4] Sabines, J. Vieja la noche, ídem, p.9

lunes, 8 de diciembre de 2008

24 de diciembre de 1979

Esa soledad tan dura, tan perra, tan…

Ruy Alfonso Franco

Para Ariel pasar hambres no era la gran cosa, si al final con tortillas duras tostadas en el comal podía mitigar la soledad con un poco de sal, en compañía de su madre doña Dora, que raras veces le hablaba. Pero pasar solo esa Navidad de 1979, sí estuvo cabrón. Si ese día no tuvo ni tortillas duras que comer, qué le importó al chamaco de 17 años malpasarse, si su madre no estuvo con él; no le hace que no le hablara.

Hacía meses que doña Dora se había marchado detrás de Javier en busca del amor perdido, que aquél juraba en cartas mochas lo encontraría de nuevo junto a él en Guanatos, luego de tres años de separación. Serían tan felices como todas las promesas hechas antes sin cumplir, que siempre quería creer Dora. Poco le importó a Dora perder hasta la casa que ya tenía en el puerto, que con tanto sacrifico habían levantado entre todos: Ariel, el hijo adolescente de 14, cavando las zanjas pa’ los cimientos y cargando con sus amigos las piedrotas que harían la base en aquel lodazal; doña Cuca, la abuela, enviando mes tras mes su quincena que como sirvienta ganaba, para que su hija tuviera su casita de material; Dora pidiendo fiado en todos lados para poder completar para un carro de tierra y así rellenar el patio inmundo; y Javier, el buen Javier, un día llegó con una ventana de fierro y un portón, fue todo. Jamás cargó un bote de mezcla, nunca clavó una viga para el techo de la cocina y tampoco metió la tierra a paladas como sí lo hizo Ariel sacando la lengua durante días, durante semanas, durante los meses y años que se tardaron en levantar los tres cuartos pelones, pasando hambres y penurias.

Y es que a Javier no lo volvió a ver desde que Ariel estaba en primer año de secundaria, pues se había largado con una mujer que conoció cuando trabajaba como judicial en la extinta PGR. De todas manera nunca paraba en casa, así que Ariel ni lo extrañaba, hasta era mejor, porque tenerlo metido allí era tanto como estar aguantando sus malos modos de padrastro frustrado, que odiaba al chamaco con odio acumulado. ¿Por qué? Nunca lo supo Ariel; es más, ni siquiera sabía que no era su padre, sino hasta los 17 años cuando su madre, presintiendo que se iba morir por un tumor en la matriz, le reveló la fatal noticia. Dora finalmente no se murió ese año, sino hasta el 2002, por una tristeza mal cuidada de 65 años arrastrados, pero Ariel entendió por fin el porqué de los malos tratos de Javier, el tipo que lo encerró en casa hasta los 14, cuando huyó con aquella cincuentona y un hijo adolescente como él.

Antes de la debacle de Dora Ariel sólo sabía, a pesar de ser hijo único, que la mejor comida era para Javier, que no podía salir a la calle a jugar, que nada se hacía en casa sin el consentimiento de Javier y que Dora sólo vivía para Javier, agradecida porque la sacó de puta de un congal de mala muerte en Coahuila.

Ariel también sabía que Dora lo odiaba porque se lo gritó varias veces, la última, cuando éste contaba con 13 años. También sabía que Dora no se tentaba el corazón para reprenderlo duramente si ella creía que se lo merecía. Las veces que su madre lo golpeó con palos, cucharones, mangueras, guaraches, puños y desprecios, no rebasaban el más viejo recuerdo que Ariel tenía de ella, cuando le rompió la nariz de un puñetazo a los cinco años. Pero era su madre, ¿acaso no tenía derecho de reprender al chamaco como le viniera en gana?, es lo que les gritaba Dora a las vecinas cuando éstas intentaban quitarle al pequeño Ariel cubierto en sangre, en aquella desconchada vecindad de la Tusanía en Guadalajara. Así creció Ariel, pensando que vivía la vida de todos, sin reparar hasta la adolescencia que algo no coincidía con las demás familias de sus pocos amigos: allá había risas, piñatas, música a todo volumen, tíos, primos, gritos, mimos, abrazos… En casa no había nada de eso.

Por eso se sorprendió mucho cuando Dora le dijo a Ariel, “me voy a Guanatos, tu papá me llamó, regreso pa’l domingo; aquí te dejo estos centavos. No se te olvide darle de comer a los patos y a Loreto, ¿oyiste?” Y se fue.

Dora ya no volvió más que esporádicamente. Al principio una vez a la quincena, luego tres veces cada mes y al final sólo le mandaba ocasionales giros telegráficos con unos cuantos pesos que, se suponía, tenían que alcanzar para la luz, el agua, la escuela, los camiones, comer él y los animales: dos patos y Loreto. Las tres o cuatro veces que Ariel se comunicó con Dora por teléfono a larga distancia por cobrar, en una caseta del centro, la conversación siempre fue lacónica, protocolaria: “¿Cómo has estado?”, que Ariel sólo respondía con un inútil “bien” porque Dora rápido continuaba el interrogatorio: “¿Pagaste el agua?, ¿regaste las matas?, ¿le diste de comer a los patos? ¿Y Loreto, cómo está?” Pinche perico enfadoso. El día que Ariel tuvo que comunicarle a Dora, todo compungido, que Loreto había muerto destrozado por una rata que se metió a su jaula, ‘uta, no se la acabó el pobre. Dora lo puso como cochino y le colgó. No volvió a comunicarse con él en meses y tampoco le mandó dinero.

Ariel buscó trabajo, pero a los 16 años quién lo tomaba en serio. Había terminado la secundaria y ya había lavado coches en un autobaño, pretendido vender enciclopedias por la calle y fue garrotero por 15 días en un restaurante de la Zona Dorada, hasta que su cuatacho Felipe le consiguió chamba de peón de albañil en una obra. Cosa curiosa, le tocó trabajar en la construcción de la biblioteca de la preparatoria Rubén Jaramillo, de la Universidad Autónoma de Sinaloa, en donde terminó inscribiéndose para el turno vespertino, porque en el nocturno ya no hubo cupo. Y adiós trabajo. Lo poco que ahorró lo destinó a la compra de libros y una despensa de frijoles, huevos, café, latas de atún y tortillas. Todo se acabó a las semanas y para irse a la escuela vendió sus revistas o de plano se iba a pie desde la Francisco I. Madero hasta la UAS, unos cinco kilómetros de distancia.

Pero no faltaron los amigos que le pagaron varias veces los camiones y lo invitaban a comer. Lupe y su madre doña Paula fueron los más solidarios, no sólo lo convidaban a desayunar o a comer, sino que la señora empezó a darle pequeñas despensas cuando se enteró que Dora no le enviaba dinero. Con todo, la familia de Lupe era numerosa y muy pobre, así que Ariel muchas veces declinó aceptar la ayuda porque sabía lo que eso costaba a la buena señora. En la escuela fue su amigo Eliseo quien le tendió la manó al darse cuenta también por las que pasaba Ariel, quien constantemente llegaba a clases con un par de días sin comer, la ropa muy ajada y los zapatos que daban lástima.

Eliseo se lo llevó a su casa y doña Esther, su madre, lo aceptó como a un hijo. Durante semanas Ariel estuvo yendo a comer regularmente. Por supuesto, nadie supo que durante mucho tiempo esa comida era la única que Ariel probaba en el día.

Y esa Navidad de 1979 en casa, para variar, no había ni tortillas duras. Temprano estuvo un rato platicando en casa de Lupe, que lucía feliz con tantos hermanos que llegaron de otras partes y el alborozo que armaban los nietos tronando palomitas. Los mayores entraban y salían llevando cosas para la fiesta y doña Paula no paraba dando órdenes a su enorme prole. Cuando Lupe salió por una encomienda a la Ley, Ariel regresó a su casa, que estaba enfrente. Entró y miró la penumbra de la tarde muriendo. Nunca le había parecido tan sola, hasta extrañó los graznidos de Loreto y su “Arrriel” repetido hasta el copete. Sabía que Lupe y su familia irían más tarde a la Redonda a visitar a sus parientes, así que no esperó cena de nada.

De una cosa estaba seguro Ariel, nunca, hasta ese día, se había sentido tan solo. Y nunca después, sino hasta que vio la cara de su madre lacrada por la muerte en el punto por donde sacan los cuerpos del IMSS, cuando el camillero pidió que un familiar certificara que la muerta era su madre, Ariel volvió a sentir esa enorme soledad, tan dura, tan perra, tan puta. De golpe, había perdido a toda su familia.

Pero ese 24 de diciembre de 1979, antes de acostarse a las 10 de la noche, mientras afuera todo era música, buenos deseos y paz, Ariel deseó con dolor tener a su madre con él, qué importaba que lo odiara, qué importaba que no le hablara, qué importaba que no lo amara. Para él era suficiente tenerla.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Gracias


Gracias from aramis franco on Vimeo.

Gracias amigos, muchas gracias.

martes, 11 de noviembre de 2008

Diabetes

El día que Barack Obama ganó

Ruy Alfonso Franco

Aquí en atención a las circunstancias,
aquí la noche infinita que no duerme,
aquí olvidé lo que me desconcertaba,
aquí vuelvo a estar ausente.

Aquí seguro de hacer lo incorrecto,
aquí porque no hay suficientes pruebas,
aquí como un inválido en el desierto,
aquí me quedo,
aquí con ella.
(Aquí, Enrique Búnbury)

Como otras muchas fechas que guardamos indelebles en nuestra memoria, así recordaré el día que un negro ganó la presidencia de los Estados Unidos. Aunque no fue solamente por eso que lo recordaré: esa noche el secretario de gobernación, Juan Camilo Mouriño, murió al desplomarse el avión en que viajaba… Ora que, la verdad, más bien lo recordaré porque con ese día llevaba ya cuatro con un asesino dolor de cabeza que me hacía odiar mi existencia.

Pero aun así no dejé de sonreír cuando a TV Azteca se le fue las patas al no enlazarse inmediatamente al siniestro del oscuro secretario de gobernación, el gran cuate de Felipe Calderón que en su funeral lo elevó al grado de héroe nacional (¡jajajajaja!) y Televisa materialmente se comió el mandado durante casi tres horas de crónicas en vivo desde el lugar de los hechos y entrevistas telefónicas con autoridades que daban notas minuto a minuto bajo la batuta de Carlos Loret de Mola, acompañado por Adela Micha y un inusitado “reportero” que reportó eficaz: Marcelo Ebrard, jefe del gobierno mexiquense, utilizando de plano el argot periodístico para relatar los sucesos sucintamente.

La cosa es que las dos televisoras tenían ya el propósito de anunciar con lujo de detalles el cotejo electoral entre John McCain y Barack Obama, por lo que habían anunciado el evento a cargo de las estrellas noticiosas de cada estación, como siempre con un despliegue espectacular y comercial de reporteros y comentaristas al calce. Pero, azotó la nave de Mouriño y Televisa, con el colmillo de casi 60 años de trasmisiones, modificó sus planes inmediatamente y cubrió efectivamente el deceso del funcionario, el segundo a bordo del gobierno mexicano. Y TV Azteca, como nunca, mostró su superficialidad y sometimiento a los designios del vecino país, más que del propio. Qué bola de asnos.

Echado en la cama, deseando estar borracho, escuchaba la televisión más que verla y pensaba tal vez como muchos, en las tropelías que Juan Camilo hizo contra el pueblo mexicano al aprovechar sus puestos en el gobierno de Vicente Fox y ahora de Calderón para hacer pingües negocios particulares, según denuncia de algunas publicaciones del país y que Calderón desechó en su discurso fúnebre al considerar a Mouriño como “víctima de calumnias”, para luego ensalzarlo y hacernos pensar que si el españolito era tan bueno, pos mejor hubiera sido presidente de la República el muerto y no Calderón.

En tanto yo hacía cálculos dolorosos de qué me estaba fallando en los nueve medicamentos que consumo a diario para mantenerme con vida, cinco de ellos obligatorios:

Glibenclamida para el azúcar, cuatro al día; Metformina para el azúcar, dos; Bezafibrato para las grasas, dos; Enalapril para la hipertensión, cuatro; y Complejo B para la circulación, una; Ranitidina para cuando sienta que me estalla el estómago por tanto medicamento, una antes de cada comida; Diclofenaco para el dolor de mi quinta vértebra aplastada por un disco, una diaria y hasta dos si siento amar a Dios —pero que yo evado hasta donde puedo para evitar que esta pastilla me dañe los riñones—; y un par de aspirinas regularmente para intentar combatir este pinche dolor de cabeza que me acompaña por las mañanas al levantarme y por las tardes al anochecer.

Y todavía más, mi pobre Marie intentando paliar mis males me da a tomar recientemente ocho gotas de Tronadora (la hierba tecoma stans) y tres pastillas de Magno cardio (un comprimido con ajo, alpiste, Hierba de sapo, Neem, Omega 3-6, semilla de uva y Cuachalalate) después de cada comida, contra los efectos que provoca la insuficiencia de insulina: fatiga permanente, sueño, exceso de orina, deshidratación, dolor de huesos y mareos, que con la presión alta todo se intensifica ante la mala circulación, propensión cardiaca y la inevitable baja de defensas que te tumban a la menor gripe. Todo en paquete, más el trauma depresivo al estar luchando minuto a minuto por vivir normalmente y no conseguirlo.

¿A qué le sabrían sus noches si tuviera que levantarse cada hora al baño, por muy dormido que esté, con los riñones adoloridos, los huesos atropellados, calambres ocasionales, ahogos que te ponen morado y a la familia en alerta, y una maldición entre los dientes por no atinarle a la tasa porque estás apendejado y ya sólo quieres morirte de una puta vez? Al día siguiente no puedes ni levantarte, no quieres ver a nadie, no quieres mirar la vida seguir; has perdido todo aliciente, todo te da igual. Y te haces ovillo rogando dormir un par de horas —que no consigues—, mandando al cuerno lo que te sobra, que a estas alturas será todo. Cuando por fin te levantas intentas cumplir tu rol, pero ya lo haces tan mal que a todos quedas a deber y vuelves a hacerte bola, y corres a casa a meterte en tu hoyo, sin desear salir de él. Te sientes como el hombre mosca, todo te altera: un portazo, alguien hablando alto, una mala noticia, la escena aquella del comercial aquél, la canción que ahora se magnifica, una foto, un olor; si te hablan, si no; y lloras. Puta, como lloras, y haces recuentos de vida, de tus ausencias, de tus ausentes, y te sientes más solo que el abandonado, que el sentenciado frente a la horca. Y dices, no, ya estuvo, pero te faltan fuerzas o agallas…

Y no quieres saber ya nada, qué más da; sólo miras atrás y cuentas: 15 años sabiéndote parte de las estadísticas. ‘Uta. Y vuelve ese dolor de cabeza, carajo.

Sí, lo recuerdo bien, el día que Barack Obama ganó, yo me sentía de la chingada.

Aquí no hay nadie a quien seguir,
aquí que nadie es un huésped fijo,
aquí sigo viviendo bien sin mí,
aquí sólo quiero estar contigo.
(Aquí, Enrique Búnbury, Hellville de Luxe)

lunes, 20 de octubre de 2008

Cine mexicano

México, según el Pato Donald

Ruy Alfonso Franco

Somos un país de salvajes para Hollywood, así lo demuestra Estados Unidos desde las primeras miradas en su cine, para quien nunca hemos representado mayor atractivo que el petróleo y cuanto puedan sacar de provecho de una nación bastante sumisa como la nuestra.

Aparecemos en el cine hollywoodense como indios desarrapados, charros folclóricos o machos violentos; y en un sentido más realista como un país subdesarrollado, como un peligro para los autodenominados “americanos”: por los constantes robos, fraudes, secuestros, narcotráfico, productos chafas, comida y agua contaminada, playas y naturaleza sucia. Somos los mexicanos para Estados Unidos los eternos mojados, gandallas y corruptos, los que siempre estamos dispuestos a mover la panza por one dollar.



Muestras sobre esa mirada degradante hay un montón, por ejemplo ¡Viva Zapata! (Viva Zapata!, EU, 1952), del laureado Elia Kazan. Cinta que por su contenido mereció la atención de la crítica nacional en su momento, pues había ganado un Óscar al mejor coprotagonista (Anthony Quinn, actor mexicano tránsfuga) y cuatro nominaciones más que incluían a Marlon Brando como mejor actor (El padrino, El último tango en París, Apocalipsis now, etc.). Además el nombre de Elia Kazan (Un tranvía llamado deseo, Al este del edén, etc.) y la pluma reconocida de John Steinbeck (La perla, Viñas de ira, etc.) prometían una cinta inestimable, ya no tanto por sus presumibles cualidades artísticas, sino también apetecible para los mexicanos por el tema de la revolución que nuestro cine, desafortunadamente, no ha tratado con toda la objetividad que uno podría esperar y se creía en el mayor ojo crítico del cine extranjero.

Pero no fue así. ¡Viva Zapata! puede compararse con un pinche espectáculo para turistas ignorantes, que saben de México lo que Walt Disney les ha dicho en Las aventuras del Pato Donald.

Causa risa el papel de Marlon Brando como un Zapata muy serio y esforzado, sobre lo que René Jordán en la biografía del actor escribió: interpreta a Zapata como “una imperturbable máscara india de piedra. La mirada fija, ligeramente estrábica, como una estatua maya; un semblante inescrutable como el calendario azteca”[1]. O sea, Brando se jodió en el personaje acartonándolo hasta la ignominia, como lo han hecho todos los que en México han querido idealizar a Emiliano Zapata: desde Antonio Aguilar hasta Alejandro Fernández. Es evidente que el rubio actor sabía de Zapata lo que un mexicano del profeta John Smith (nada), así que su actuación linda con el humor involuntario al exagerar la personalidad del héroe, creando al final un personaje folletinesco, trágico hasta el melodrama y mártir como santo ardiendo en las llamas de la inquisición.





Elia Kazan, curiosamente, pretendió hacer una película seria, algo más que un mero divertimento para el espectador estadounidense, y eso se observa en el cuidado formal: excelentes escenarios y meticulosa ambientación, emplazamientos de cámara precisos y encuadres significativos, muy artísticos (fotografía que, por cierto, le debe mucho a Gabriel Figueroa —nuestro insigne fotógrafo nacional— por sus cielos arrebolados). Incluso el mismo guión de ¡Viva Zapata! se pretendía elaborado y un tanto estricto por su fiel registro de la historia de la revolución mexicana. Lamentablemente es la misma versión que les dan a nuestros niños en la primaria…, hueca en sus conceptos y repleta de idealismos ramplones, por aquello de la eterna lucha del bien contra el mal, en donde los buenos habrán de salir airosos… ¿Pero quiénes son éstos? Según la realidad, los priístas fueron los “buenos” durante más de 70 años, ya que se dicen herederos de esa revolución.

¿Resultado del film? Es tendencioso y mentiroso.

¡Viva Zapata! proyecta un enorme maniqueísmo, ignorancia de nuestra historia y una franca ingenuidad que llega al idiotismo. Lo que hicieron los gringos aquí fue desarrollar un argumento que se invalida por la superficialidad con que abordan nuestra historia, tal como hizo Mel Gibson con Apocalyptica (Apocalypto, EU, 2006), esperando más bien dar el gran espectáculo. Si acaso podemos aceptar de Kazan su buena voluntad, tan miope como despistada, y guardar para la historia su aportación bizarra del histrionismo singular de un Marlon Brando perdido. Por lo demás el film de marras es un circo:

a) Hay un Emiliano Zapata desbigotado. Curioso, porque la imagen que todos tenemos en México del revolucionario es la de un sureño moreno con tremendo bigote. Y en el film Brando aparece con uno muy ralo, tal vez para no cubrir sus rasgos de galán.


b) Hay un Madero (Harold Gordon) caricaturesco. Cierto que el propio Adolfo Gilly en su estudio de la Revolución interrumpida, observa a Francisco Indalecio victimado por su carácter blandengue, impropio para la gesta que acababa de enarbolar. Sin embargo, Kazan no le otorga ninguna virtud, cuando se reconoce de Madero su valiosa concertación para intentar no prolongar la escisión del país.

c) Brando a lo Cantinflas. Esta escena es de risa loca: aquí tenemos a un Zapata pretendiendo a doña Josefa (Jean Peteres) como los gringos suponen que hablan los mexicanos, como merolicos, soltando refranes a la menor provocación.

El afán monopólico de la industria hollywoodense los ha llevado a producir indiscriminadamente películas estrafalarias dirigidas al mercado latino, hechas, según los gringos, al modo del latinoamericano, usando para ello estereotipos vulgares y clichés humillantes, sin interesarse realmente por nuestras culturas. Al estadounidense, por lo que vemos, eso del respeto al prójimo es un asunto de meros centavos y fundamentalismos tan oscuros como los que ellos critican en el medio oriente: los que no sean igual a ellos son enemigos.





[1] Jordán, René. Marlon Brando, historia ilustrada del cine, Editorial Iesa, 1977, Esp., 148 págs., p.39.

lunes, 13 de octubre de 2008

Narcocine

Bestia soy

Ruy Alfonso Franco

¿Qué fue primero? ¿La bestia o el cine?

Llámelo usted curiosidad o destino, pero la primera película de ficción hecha en México se llamó Un duelo a pistola en el bosque de Chapultepec (1896), de los franceses Bernard y Veyre, basada en un hecho real sobre dos diputados que se batieron en el bosque de Chapultepec. Edison había filmado un corto dos años atrás en Estados Unidos, Pedro Esquirel and Dionecio Gonzales, mexican duel (1894), presentando “quizás a los primeros mexicanos mostrados en película: dos hombres que se enfrentaban en un duelo a cuchilladas. Esta imagen del mexicano violento fue, desde entonces, el estereotipo impuesto por el cine norteamericano al referirse a México”
[1].



Y adivine, el primer gran éxito del cine mexicano —mudo— fue El automóvil gris (1919), filmado por Enrique Rosas en 12 episodios, también basados en la realidad pues “cuenta las aventuras de una famosa banda de ladrones de joyas que se hizo célebre en la ciudad de México hacia 1915”
[2]. La serie se hizo popular porque, entre otras cosas, exhibía el fusilamiento real de los bandidos.

Hace cerca de 20 años escribí en El Sol del Pacífico (hoy El Sol de Mazatlán) sobre la narcocultura en estos términos: “El sinaloense tiene fama da bronco y tal vez lo sea cuando no hay un arraigo cultural rico en expresiones. (…) En el cine la cosa es muy clara: los gustos de la mayoría de los porteños por el cine violento y vulgar, en especial por los churros sobre narcos, son tan acendrados como su espíritu carnavalero. O si no, ahí están los corridos, que ya no hablan de amores funestos, sino de las agallas de muchos Lambertos Quinteros. En los cines y en los videoclubes locales la demanda de filmes sobre narcos es tan portentosa como su afición por la cerveza Pacífico. En nuestro Estado no es de extrañar que el narcotráfico haya procreado una subcultura sui géneris, caracterizada por la prepotencia y los excesos de quienes están envueltos en este oficio. Las ­relucientes camionetas del año, las joyas en puños y pescuezos, las botas y ese aire de vaqueros mal encachados, es prototipo de ­una moda que se agudiza en las cantinas, en las rancherías y, natu­ralmente, en nuestro jacarandoso Carnaval. Claro está, la banda y ­el acordeón son el acompañamiento insustituible para las andanzas del narco o sus imitadores”.



Casi veinte años después es desalentador comprobar que lo que preocupaba a muchos entonces, es hoy una triste realidad: el narcotráfico, su cultura y la expansión de las actividades delictivas que abarcan la piratería, la extorsión, secuestros y asaltos, está enquistado en nuestra sociedad y pareciera que no hay nadie que pueda detener esta descomposición social, ni siquiera las autoridades responsables, pues es un hecho que la corrupción en éstas y en las fuerzas de seguridad —que han terminado pasándose al narcotráfico—, hace casi imposible la contención del caos imperante.

Pero lo más evidente y demoledor es que la sociedad misma ha terminado por aceptar el modo de vida de los narcotraficantes, gracias principalmente al cine y la música imperante que los ensalza e idealiza, generando una conducta cínica y la ausencia total de respeto a las formas institucionales, así como el empobrecimiento de los valores otrora tradicionales (educación, honradez, civismo, etc.). Y es que si hemos de señalar co responsables en el crecimiento del narcotráfico, habrá que decir que han sido los medios de comunicación los que han contribuido decididamente a su engrandecimiento, pues indirectamente provocaron la narcocultura al permitir que se escuchara en la radio y exhibiera en el cine y televisión, sin muchas restricciones, los narcocorridos y tramas recogidas de narcos afamados que los mitificaba más que cuestionarlos.



El atractivo de la violencia en el cine para un espectador cautivo, por ejemplo, tiene que ver con su medio social, con su cultura regional como pieza del sueño insatisfecho, cubierto en parte por las hazañas del héroe en pantalla (no en balde el blasón del cine: “fábrica de sueños”). La forma más obvia y simple de atracción hacia el film violento es, sin duda, el sentimiento de emoción por las trepidantes aventuras de los buenos contra los malos. Lo que significa que a mayor porción de violencia (muerte, destrucción, sangre, dolor, sadismo y masoquismo), mayor satisfacción ante la sensación de poder que se supone genera el control sobre los demás a través de la intimidación y dominio absoluto que las armas, en este caso, pueden otorgar.

Casi todo espectador espera que la cinta por ver sea emocionante y con mucha acción como sinónimo de diversión garantizada, cosa que también aprovechan los productores de estas películas que las convierten en más que una moda, en una forma da expresión y una válvula de escape a esas necesidades primitivas, siempre ocultas del individuo; lo que casi convierte, irónicamente, a estos comerciantes mercenarios en psicólogos por intuición, más por interés que por ­afán terapéutico. Los excesos en el cine marchan junto a la sociedad en un obvio reflejo ­del tiempo y sus necesidades, las películas de terror son un ejemplo perfecto: son muy efectivas cuando el mundo pasa por conflictos armados, desastres financieros o calamidades naturales, porque la gente prefiere mil veces el terror fantástico a su cruda realidad.

Si a esto agregamos la ambigüedad hoy existente —en la era de la información, con menos gente aparentemente inocente— de quiénes son los buenos y quiénes los malos, podríamos atestiguar con estupor cómo los públicos identificados con los narcotraficantes (por su regionalismo, su cultura y hasta sus fines y motivos) califican como hazañas sus fechorías. Así que tenemos en la violencia, por un lado, la bestia oculta ­en nosotros, morbosa y sedienta de sangre, alimentada, por otra parte y necesariamente, por las circunstancias del momento, tan espléndidamente utilizados en el cine. El morbo vende muy bien.






Y mire lo que son las cosas, en 1989 Enrique Serna publicó un artículo en unomásuno, ironizando sobre un cineasta colombiano que fue detenido por la policía en México por el contrabando qua éste realizaba en latas de películas hacia Estados Unidos. Lo curiosos del caso es que el realizador se dedicaba a hacer películas de narcos, en una probable simbiosis oficiosa en la que entraban, obviamente, sus intereses pero también cierta satisfacción obscena al poderse expresar “artísticamente”.

A estas alturas a la mejor dicha anécdota no tiene nada de curiosa si comprobamos que una buena parte del público —sobre todo joven— comulga con las cintas violentas de este boyante subgénero del cine de narcos, ya tan extendido en México, tanto, que cantantes y músicos de los llamados “banderos” han muerto por presuntos vínculos con la mafia. Si bien en un inicio Sinaloa como Sonara fueron ejemplos únicos de tal fenómeno en los 70, la verdad es que ahora gran parta de los mexicanos ven en el trá­fico de drogas una actividad riesgosa, sí, pero bastante remunera­da, la fórmula mágica para salir de pobres de una vez por todas; y a los narcos como modernos centauros. Sus corridos son odas al machismo de sus metralletas y sus cruentos enfrentamientos o ajusticiamientos verdaderas gestas dignas de rememorarse, según el sentir popular… El punto es que esta productiva actividad en el país ha creado costumbres, creencias y mitos en torno, impuesto obviamente por el poderío que alcanzan las inauditas riquezas que resultan del tráfico de drogas y, claro, por su truculencia inherente que a más de alguno fascina y subyuga.



¿Habremos da hacerle caso a esa bestia que al parecer todos llevamos dentro?

[1] Inicios del cine de ficción en México, http://cinemexicano.mty.itesm.mx/ficcion.html
[2] Ídem.

lunes, 29 de septiembre de 2008

La crítica cinematográfica

Felices juicios

Ruy Alfonso Franco

Ahora que mi hijo mayor incursiona en la crítica cinematográfica en la radio y que el puerto bulle de algún modo de pasión por la realización cinematográfica, que se hacen muestras y concursos de cine independiente y amateur, y que son los jóvenes quienes pugnan por un mejor cine en Mazatlán participando en cursos y cine clubes, sería oportuno observar lo que implica la cinefilia cuando se exige del amante del cine algo más que asistencia devota; lo que significa el ejercicio de la crítica cinematográfica.

Es decir, no basta con referir que “a mí gusta mucho el cine” y por eso ya estamos capacitados para criticar —o hacer cine—.



La crítica cinematográfica tiene mucho de subjeti­vo por aquello de la apreciación personal, lo cual es totalmente cierto, téc­nicamente hablando. Sin embargo, la subjetividad no radica únicamente en los enfoques, sino también en la forma con que se aborda el objeto anali­zado en un ejercicio periodístico que, se supone, debe ser especializado. Pero no siempre es así.


Este problema, como la oferta insuficiente de buen cine en provincia, el escaso o nulo conocimiento sobre la materia de muchos cinéfilos, fanáticos más bien del cine comercial, y la cerrazón pública al cine de arte o no convencional, son en parte algunas de las batallas que hay que salvar quienes asu­men por amor y pasión la tarea de difundir la cultura cinematográfica. Pero es la formación del crítico la que más debe preocupamos, porque de la calidad de su trabajo dependerá el éxito que sobre la opinión pública tenga, como sus consecuentes beneficios al atraer hacia el mejor cine un mayor número de adeptos.



En el análisis fílmico que refleja “las premisas básicas de la crítica litera­ria”, encuentra, dice Bernard F. Dick, “que la crítica de un medio requiere el conocimiento de lo que puede y no puede hacer ese medio, y que este conocimiento se obtiene aprendiendo la teoría detrás del medio”
[1]. No basta, pareciera decir, ser un fanático del cine, porque no se trata de escribir cuánto nos gustó o no cierta película, sino de cumplir una función social al informar, orientar, instruir, incluso divertir, como bien señalan los manua­les de periodismo.

“Crítica también puede equivaler a revelación. Esto sucede si se aportan principios fundamentales que no existen en el medio en el que surge; si llegan a descubrir, para el creador y para el público, una parte de la verdad artística o social que se halla oculta, o bien si con claridad y precisión se logra hacer un balance de las aportaciones del objeto criticado y las sitúa, aclarando su importancia, dentro de la corriente general e histórica del de­venir estético”
[2], señala conciso Alberto Dallal.

Con estas mínimas precisiones, debe darse al escrutinio el trabajo que muchos críticos terminan por hacer, elucubrando probablemente inútiles banalidades, presunciones eruditas para impresionar —al ego— o, en el mejor de los casos, creyendo que si entienden a Ingmar Bergman, Wim Wenders o a Akira Kurosawa, igual dominarán la metafísica, la pintura, la li­teratura y todas las demás artes que cretinamente creen ilustrar.

Cierto “que la crítica periodística importante requiere que sus creadores posean una visión cultural amplia y una actitud analítica abierta a la com­prensión”
[3], sugiere Dallal. Pero eso no los hace todólogos. “Especialización o especialidad se refiere concretamente a la parte de una ciencia o arte a que se dedica una persona; cosa que alguien conoce o hace particularmente bien”, enuncia el Diccionario Larousse usual.



Y es que tal vez el hecho de propinar un juicio duro o halagador sobre la obra y su creador haga sentir un poco dioses a los críticos necios, porque construyen y destru­yen a placer; lo que les hace olvidar sus evidentes limitaciones. Nery Córdoba en El ensayo, centauro de los géneros, llama a la refle­xión sobre dicho estilo y la superficialidad de muchos periodistas, colum­nistas de pluma casquivana improvisando juicios en donde “se juzga, se absuelve o se condena. Las dudas ya no dialogan con las certezas; los pre­tendidos ensayos son más bien reestrenos de afirmaciones, opiniones que pasan como verdades incuestionables...”
[4] En ese sentido los críticos suelen caer en la complacencia, ni duda cabe. Las necesidades del medio y sus tareas habituales los obligan a escribir de prisa, abusando de la memoria, confiados en sus habilidades. De modo que se investiga po­co y se reinventa mucho.

Y por supuesto, ni hablar de los fanáticos que sólo leen revistas comerciales de cine sin leer literatura seria y ven exclusivamente cine gringo.

Las deficiencias del crítico cinematográfico (profesional o no) saltan a la vista cuando su crítica es una anécdota mí­nima o es su ensayo tan erudito que se aleja de los mortales. Lo peor del asunto es que no hay una fórmula mágica para hacer al crítico bri­llante y oportuno, grato y confiable. Sólo, si acaso, aquella recomenda­ción del viejo bibliotecario que no únicamente cuidaba los libros, también los leía y rezumaba una humildad avasalladora; el escritor debe prestar atención a cuatro cosas: tener algo que decir, contarlo, saber hacerlo y quedarse callado después.

Así pues, queridos jóvenes cinéfilos, aparte de aprender siempre un poco más del cine, de su lenguaje, técnicas y estética, también es conveniente ser prudente frente a la opinión de otro que destroza o alaba en exceso una película, así como objetivo frente a la calificación o descalificación de un film nomás porque no tiene mucha acción o es el estreno esperado del verano... Por eso habrá que buscar con paciencia más información y escuchar o leer otras opiniones, siempre abiertos hasta en­sanchar los criterios, el gusto y nuestra no siempre bien ponderada, sensa­ta, decisión.


Como diría, parafraseándolo, el extinto Bob Ross: Felices juicios.


[1] DICK, BERNARD F., Anatomía del film, p.14l y 142.
[2] DALLAL, ALBERTO, Periodismo y literatura, p.16.
[3] ídem.
[4] CÓRDOBA, NERY, El ensayo, centauro de los géneros, p.12.


Viñetas: Bansky

domingo, 21 de septiembre de 2008

¡Ya basta!

Ira güey, neta

Ruy Alfonso Franco

“Desde la perspectiva neoliberal, los niños mexicanos ya no necesitaban formación cívica: la globalización había llegado y su destino era ser consumidores más que ciudadanos. No debían cuestionar su condición: los homenajes patrios eran el mejor camino para mantenerlos ordenados, sumisos ('niños eternos separados por la distancia del brazo y por el ‘guarden silencio'), y dispuestos a escuchar discursos políticos sin significado. Estaban obligados a seguir siendo mexicanos sin ser ciudadanos, ni de su país ni del mundo.

“Es inútil enseñar historia, dijeron los tecnócratas, y se acabó el conocimiento de las culturas prehispánicas. Hay que fortalecer las competencias básicas —dijeron—, aritmética para ser buenos trabajadores y escribir para firmar pagarés bancarios. Más aún, hay que entrenar a los niños para llenar bolitas en los exámenes porque la globalización económica no necesita poetas ni literatos. La educación cívica tampoco es necesaria —dijeron—, y desaparecieron los libros de civismo, pero se mantuvo la apatía ciudadana con muchos homenajes patrios en los que la bandera era transportada por soldados mientras México se ponía en venta: ferrocarriles, teléfonos, carreteras, líneas aéreas, bancos, educación”. (Educación cívica sin civismo, Hernando Hernández, http://www.elrincondehernando.blogspot.com/)


Tanta violencia, la saña con que se cometen los crímenes, la impúdica ostentación del poder de las armas, la prepotencia de asesinos, asaltantes, policías municipales, estatales y federales apabullan a cualquiera. No bastó con la violencia de las películas, series de televisión, canciones, noticieros policiales, ni el pútrido fútbol a toda hora, ni el lenguaje popular agresivo para desahogar frustraciones, propias y ajenas. No. Había que demostrar quién es quién en este país de ciegos, sordos y mudos.

Por eso me da risa cuando Felipe Calderón y su corte juran y aseguran que mantienen a raya a los villanos, pero es mentira: todos los días, a lo largo y ancho del país aparecen más ejecutados, secuestros o asaltos. Y como siempre, estos neopolíticosadministradores de Harvard todo lo quieren resolver con más agentes y dinero, mientras la sociedad es la que queda entre el fuego cruzado, con todo y sus marchas blancas ingenuas, veladoras y rezos, y el protagonismo ridículo de algunos idiotas buenos para nada.

Señores, no nos hagamos tarugos, sabemos perfectamente quiénes son los culpables de todo este caos: son los políticos mercenarios, los empresarios monopolistas y las ineptas autoridades corruptas. Un pueblo ignorante les ha facilitado manipular a sus anchas y han buscado afanosamente mantenerlo postrado con un sistema educativo nefasto y elitista, con salarios humillantes y una legislación siempre a favor de los que más tienen. ¿Por qué extrañarnos que la delincuencia sea ahora incontrolable, si sus principales socios se encuentran trabajando en oficinas del gobierno, según se ha denunciado multitud de veces en los medios de comunicación y libros especializados en los últimos 40 años?



La corrupción por ellos propiciada —gracias a su infinito valemadrismo— es hoy ley tácita en todo mexicano, que lo aprende desde niño cuando desde su propia casa observa a sus padres corromper o dejarse corromper inevitablemente; en las escuelas porque maestros y autoridades educativas están más preocupados en aparentar eficiencia cuando la enseñanza es mediocre; porque los sindicatos son antes que nada una agencia de colocaciones y una maxipista de tráfico de influencias; porque los políticos buscan afanosos puestos de elección popular para enriquecerse a costillas del erario; porque los gobernantes mienten descarada y sistemáticamente; porque los verdaderos negocios se hacen en lo oscurito y bajo la mesa; porque a nadie parece interesarle, de veras, la educación como única solución para acabar con todo eso, cifras negras a nivel internacional lo evidencian: ocupamos desde hace 40 años los últimos lugares en aprovechamiento educativo.

¿Qué de raro tiene, entonces, que los narcotraficantes hayan impuesto ahora su impronta, si al fin y a cuentas es el único remedio para salir de jodidos miles de mexicanos que viven muriéndose de hambre en pueblos percudidos?; si con la corrupción completan su magra quincena o gasto diario policías mal armados, tránsitos asoleados, inspectores cebados, supervisores mosqueados, jefes de oficina aburridos, secretarias parlanchinas, maestros amargados, obreros desilusionados, empleadas domésticas explotadas por patronas gordas, almacenistas fóbicos, médicos de picaporte, abogados centaveros, reporteros sudorosos, ingenieros atolondrados, contadores grises, mecánicos incrédulos, albañiles abstemios, electricistas con pie de atleta, amas de casa un poco tristes, estudiantes aterrados por pasar y otros tantos que no vinieron hoy.

¿Qué nos sorprende que se haya ido perdiendo gradualmente el respeto que otrora se tenía a las autoridades, si fueron éstas las primeras que le perdieron el respeto a todos?; si vamos al IMSS una enfermera, médico o afanador cualquiera nos tutea sin medir segundas o terceras edades; si un alumno soberbio se pone al brinco con el maestro; si cinco tipos con cachucha arriba de una camioneta con torreta, placas de policía y armados provocativamente inspiran más miedo que confianza; si el funcionario de cuarta pone trabas a todo esperando que le llegues al precio; si para encontrar trabajo en verdad no importa tanto la preparación, sino a quien conozcas dentro para acomodarte gracias a las palancas de amigos o parientes; si estudiar mucho no impresiona a nadie, pero si metes goles o noqueas recio te ponen altares; si ser honrado es sinónimo de pendejo y "no avanza el que no tranza".



¿Qué nos asombra que ocupemos últimos lugares en aprendizaje, si los propios profesores son tan ignorantes como sus alumnos?; si gracias al papá maestro el hijo pudo acomodarse dando clases sin estar del todo preparado; si estudiar la universidad es un lujo; si el máximo de palabras que puede hablar un universitario apenas llega a 300, cuando deberían ser mil; si el mexicano apenas lee medio libro al año; si sólo leen unos 15 millones de mexicanos; si sólo el 2% de los egresados ejerce su carrera; si eres un nerd, un matado, un aburrido si estudias; si en el barrio valen más los madrazos que las palabras; si Cuautémoc Blanco es más conocido que Vicente Leñero; si los patrioteros no saben quién es Josefa Ortiz de Domínguez; si los ridículos le ensartan su banderita al carro sintiéndose patriotas pero mueren por un dólar, dicen ok, adoran MacDonalds, anhelan visitar Disneylandia y su trasero dice made in USA; si los bobalicones de la Academia cantaron cursis el himno nacional cuando jugó la selección contra Canadá.

¿De qué sirven las leyes si éstas protegen a los delincuentes y a gente de dinero?; si agarran a narcos y secuestradores pero al rato los sueltan; si por matar a alguien apenas reciben unos años; si cuentan que en las cárceles hay más inocentes pobres que culpables ricos; si las principales autoridades están coludidas con los facinerosos; si los abogados se aprovechan descaradamente de sus clientes; si los jueces se venden; si el Fobaproa y los afores fueron un artilugio jurídico a favor de los banqueros; si todos los días se cometen actos inconstitucionales: cobros de impuestos indebidos o excesivos, alza criminal de precios a la gasolina y alimentos básicos, retenes, retención de licencias o documentos del carro, intereses sobre intereses.



¿Qué nos escandaliza que hasta en los deportes olímpicos seamos una vergüenza si el mexicano promedio no tiene disciplina, es flojo y desordenado?; si siempre llegamos tarde a donde sea que vayamos; si nunca cumplimos a tiempo nuestro trabajo o compromisos; si la educación no está entre nuestras prioridades pero sí en demostrar cuán chingón soy, aunque sea de palabra o con hechos ridículos: bautizos, quince años o bodas, por ejemplo, son la gran oportunidad de “echar la casa por la ventana”, nomás pa’ que vean vecinos y parientes que sí puedo; andar enjoyado es cosa de estatus, traer ropa acá es primordial, llevar lentes para el sol como signo de distinción es vital, tanto como traer bolsas de Fábricas de Francia para que vean que yo sí puedo; si para un estudiante universitario el sinónimo de éxito es “casa, carro y vieja”; si somos los reyes del ya merito, del espérame tantito, mañana te pago, ai’ pa’lotra, pos ni modo, qué se chingue, me vale madres, aquí mis güevos, mis chicharrones, ni madres, pa’ qué voto si de todos modos gana el mismo, si Dios quiere, es que Dios así lo quiso.

Para qué nos defendemos, si con un güey en la punta de la lengua, blasón de nuestra ignominia, está todo dicho.


Ilustraciones: Revista El chamuco y los hijos del averno