Ruy Alfonso Franco
Conmigo el negocio se acabó. Es que a La Güera no le cayó en gracia que Dora saliera otra vez embarazada y nada menos que de su hijo Roberto. Acostumbrada como estaba, a lidiar con los riesgos de sus empleadas, la dueña puso un hasta aquí a mamá: la corrió con cuatro meses de embarazo. Mi abuela, que siempre fue respetuosa del santo oficio de ser madre, además de austera, no se cruzaba de brazos; había ahorrado el dinero suficiente para asistir a Dora, juntar sus bártulos de nueva cuenta y hacer camino sin dilación. Los años, más la distancia, la persuadieron de que ya era tiempo de regresar lo andado. Crucita empezaba a ser bruma, mi madre vieja para la empresa y Roberto un mandilón.
Más por respeto “al qué dirán”, que por pena, Dora y Cuca no osaron volver a la tierra de Chilo Hervest y del sargento Juan. Guadalajara fue desde siempre el punto medio: ni quién se acordara de ellas, pero ellas sí de los tamales barbones de Escuinapa, del menudo blanco con maíz, del marlin en escabeche, del tejuino con hielo, sal y limón, de las frescas noches de Carnaval y hasta del guano que recibe a los viajeros en Mazatlán. Hicieron planes dichosos como siempre: “vamos a sembrar naranjas, plátanos, limones...”, “y también gallinas, patos y cochis, pa’ venderlos”, “claro que sí m’ija”, “pa’ dormir en el patio, bajo el almendro”. Hilaron recuerdos de “la Chayo, la de mi sobrino Toño, que le puso a su niña Inés, ¿te acuerdas?”; del cine sin techo de El Roble, que se veía desde la banqueta gigante de la Titina “y todos sacaban las sillas pa’ ver las películas de Pedro Infante”. Entonces, Cuca cantaba:
Ya no podré soportar,
ni perdonar tus crueles sufrimientos,
que me causó sin compasión
tu triste despedida,
mujer sin corazón,
tu gran traición me tiene descontento.
Pero hay un Dios que castigue tu maldad.
Mas el ansiado regreso nunca sucedió, no como ellas deseaban.
Pocos años después, viviendo unos meses en El Roble ---ya con don Javier en la familia---, de paso a no sé dónde, me tocó conocer la banqueta de la Titina y sí, en efecto, se veían las películas desde allí, en el cine con bancas de madera que funcionaba con éxito. Yo tendría unos siete años y la primera vez que escuché a Pedro Infante cantar Viva mi desgracia, por los altavoces del cine, se me hicieron agua los ojos y quién sabe por qué lloré arrinconado en el granero del tío Toño.
El pueblo pelón fue remanso para un chiquillo acostumbrado a la cárcel urbana y los cambios bruscos del capricho paterno. Porque, la verdad, los días allí fueron mi gloria: cuando cortamos guamúchiles en el descampado, cuando llevamos comida al tío Toño a su parcela o cuando trepaba en ancas el caballo del Otilio, mi primo. El premio extra eran los frijolitos caldudos con queso fresco y tortillas doradas que cenábamos todos mis primos (los de casa, los de enfrente y los de atrás), hechos bola como puerquitos en la mesa, bajo la tenue llama del quinqué haciendo relajo; para luego regocijarnos con 20 centavos de galletas de animalitos. Y en las mañanas, la leche espumosa de la vaca recién ordeñada por el tío, hacía contraste con mi vida frugal junto a Dora.
Pero antes, la abuela empezó a trabajar como sirvienta en las casas ricas y mi madre me tuvo en el populoso Hospital General de Guadalajara. Roberto llegó en el ínter.
El hijo de La Güera se apareció detrás de Cuca, que había ido por leche y virotes esa mañana mojada: “Hace hambre”, saludó Roberto, animado ante el seductor humillo de la longaniza chillando sobre el anafe en la sartén. Tras la sorpresa mi abuela no hizo caravanas, en cuanto comió se fue y Dora se arregló con su visita. El cuarto cacarizo de vecindad fragmentado en dos piezas se llenó de sonrisas, de “vamos a comprar una casita, ya verás”, lo que alcanzó para varios días de arrumacos, a pesar de la mirada mustia de Cuca.
Roberto rápido hizo lo que sabía: puso a trabajar a Dora, que a tres meses de parida estaba más que buena para la ficha, que era todo lo que conocía mamá. Cuca se quedó en casa entonces, cuidando que no me diera un guamazo, calentando la leche con azúcar en una tacita de peltre o limpiando, de plano, el atasque que dejaba en aquella silla de mimbre a la que me dio por cagar. No debió durar mucho el bribón de Roberto con nosotros, porque no aparece en ninguna de las fotos que tengo: ni en la de mi bautizo en blanco y negro con año y pico, llorando bajo el chorro de agua bendita, cogido por una madrina que quién sabe qué se hizo; ni en la del parque Agua Azul, a mis dos años, pelando una naranja con mi abuela de rojo y falda floreada, en el verde descolorido de la Kodak de 1965; mucho menos en las dos percudidas fotos grises de la Fany conmigo, una perra pastor alemán paciente, que dejaba que le trepara un oso de mi tamaño.
No. No hay rastros del tal Roberto, sólo una Dora que me habló de él tres veces en su vida y muchos años de trajinar sin rumbo fijo. Sólo estaba esa mujer enjuta y descolorida de pocas y cortas palabras, que nada tenía que ver con la belleza que estallaba en sus fotos de joven; que siempre hablaba de su padre, el hacendado, presumiéndolo ante vecinas incrédulas; la que escribía cartas tras carta a Los Ángeles, California, esperando encontrar a su Crucita añorada.
Cuando Dora conoció a Javier, ya estaba harta del precio de las noches, se fue con él nomás se lo pidió. Porque en sus halagos Javier le prometió el cielo, las estrellas y una casita en Atemajac de Brizuela, Jalisco.
Pero fue puro cuento.