miércoles, 14 de mayo de 2008

Los sufrimientos

Ruy Alfonso Franco


Conmigo el negocio se acabó. Es que a La Güera no le cayó en gracia que Dora saliera otra vez embarazada y nada menos que de su hijo Roberto. Acostumbrada como estaba, a lidiar con los riesgos de sus empleadas, la dueña puso un hasta aquí a mamá: la corrió con cuatro meses de embarazo. Mi abuela, que siempre fue respetuosa del santo oficio de ser madre, además de austera, no se cruzaba de brazos; había ahorrado el dinero suficiente para asistir a Dora, juntar sus bártulos de nueva cuenta y hacer camino sin dilación. Los años, más la distancia, la persuadieron de que ya era tiempo de regresar lo andado. Crucita empezaba a ser bruma, mi madre vieja para la empresa y Roberto un mandilón.

Más por respeto “al qué dirán”, que por pena, Dora y Cuca no osaron volver a la tierra de Chilo Hervest y del sargento Juan. Guadalajara fue desde siempre el punto medio: ni quién se acordara de ellas, pero ellas sí de los tamales barbones de Escuinapa, del menudo blanco con maíz, del marlin en escabeche, del tejuino con hielo, sal y limón, de las frescas noches de Carnaval y hasta del guano que recibe a los viajeros en Mazatlán. Hicieron planes dichosos como siempre: “vamos a sembrar naranjas, plátanos, limones...”, “y también gallinas, patos y cochis, pa’ venderlos”, “claro que sí m’ija”, “pa’ dormir en el patio, bajo el almendro”. Hilaron recuerdos de “la Chayo, la de mi sobrino Toño, que le puso a su niña Inés, ¿te acuerdas?”; del cine sin techo de El Roble, que se veía desde la banqueta gigante de la Titina “y todos sacaban las sillas pa’ ver las películas de Pedro Infante”. Entonces, Cuca cantaba:

Ya no podré soportar,
ni perdonar tus crueles sufrimientos,
que me causó sin compasión
tu triste despedida,
mujer sin corazón,
tu gran traición me tiene descontento.
Pero hay un Dios que castigue tu maldad
.


Mas el ansiado regreso nunca sucedió, no como ellas deseaban.

Pocos años después, viviendo unos meses en El Roble ---ya con don Javier en la familia---, de paso a no sé dónde, me tocó conocer la banqueta de la Titina y sí, en efecto, se veían las películas desde allí, en el cine con bancas de madera que funcionaba con éxito. Yo tendría unos siete años y la primera vez que escuché a Pedro Infante cantar Viva mi desgracia, por los altavoces del cine, se me hicieron agua los ojos y quién sabe por qué lloré arrinconado en el granero del tío Toño.

El pueblo pelón fue remanso para un chiquillo acostumbrado a la cárcel urbana y los cambios bruscos del capricho paterno. Porque, la verdad, los días allí fueron mi gloria: cuando cortamos guamúchiles en el descampado, cuando llevamos comida al tío Toño a su parcela o cuando trepaba en ancas el caballo del Otilio, mi primo. El premio extra eran los frijolitos caldudos con queso fresco y tortillas doradas que cenábamos todos mis primos (los de casa, los de enfrente y los de atrás), hechos bola como puerquitos en la mesa, bajo la tenue llama del quinqué haciendo relajo; para luego regocijarnos con 20 centavos de galletas de animalitos. Y en las mañanas, la leche espumosa de la vaca recién ordeñada por el tío, hacía contraste con mi vida frugal junto a Dora.

Pero antes, la abuela empezó a trabajar como sirvienta en las casas ricas y mi madre me tuvo en el populoso Hospital General de Guadalajara. Roberto llegó en el ínter.

El hijo de La Güera se apareció detrás de Cuca, que había ido por leche y virotes esa mañana mojada: “Hace hambre”, saludó Roberto, animado ante el seductor humillo de la longaniza chillando sobre el anafe en la sartén. Tras la sorpresa mi abuela no hizo caravanas, en cuanto comió se fue y Dora se arregló con su visita. El cuarto cacarizo de vecindad fragmentado en dos piezas se llenó de sonrisas, de “vamos a comprar una casita, ya verás”, lo que alcanzó para varios días de arrumacos, a pesar de la mirada mustia de Cuca.

Roberto rápido hizo lo que sabía: puso a trabajar a Dora, que a tres meses de parida estaba más que buena para la ficha, que era todo lo que conocía mamá. Cuca se quedó en casa entonces, cuidando que no me diera un guamazo, calentando la leche con azúcar en una tacita de peltre o limpiando, de plano, el atasque que dejaba en aquella silla de mimbre a la que me dio por cagar. No debió durar mucho el bribón de Roberto con nosotros, porque no aparece en ninguna de las fotos que tengo: ni en la de mi bautizo en blanco y negro con año y pico, llorando bajo el chorro de agua bendita, cogido por una madrina que quién sabe qué se hizo; ni en la del parque Agua Azul, a mis dos años, pelando una naranja con mi abuela de rojo y falda floreada, en el verde descolorido de la Kodak de 1965; mucho menos en las dos percudidas fotos grises de la Fany conmigo, una perra pastor alemán paciente, que dejaba que le trepara un oso de mi tamaño.

No. No hay rastros del tal Roberto, sólo una Dora que me habló de él tres veces en su vida y muchos años de trajinar sin rumbo fijo. Sólo estaba esa mujer enjuta y descolorida de pocas y cortas palabras, que nada tenía que ver con la belleza que estallaba en sus fotos de joven; que siempre hablaba de su padre, el hacendado, presumiéndolo ante vecinas incrédulas; la que escribía cartas tras carta a Los Ángeles, California, esperando encontrar a su Crucita añorada.

Cuando Dora conoció a Javier, ya estaba harta del precio de las noches, se fue con él nomás se lo pidió. Porque en sus halagos Javier le prometió el cielo, las estrellas y una casita en Atemajac de Brizuela, Jalisco.

Pero fue puro cuento.

jueves, 8 de mayo de 2008

Este pinche don que Dios me dio

Ruy Alfonso Franco

La patrona de mi prima el Nano no sabe qué hacer con ese pinche don: “Ay, Nanito, hasta miedo me da, te lo juro”, pues asegura que es una bruja perrona. Aunque los vecinos de la Machado dicen que más bien es una puta, la muy bruta.


Cuando era niña Ataranta de Jesús ya mostraba indicios de su don, tenía una nariz de perico y una facilidad para mojar las pantaletas que asustaba a su abuela doña Chepa y arrancaba maldiciones de su madre la Chona, mientras freía sus sabrosos pollos a la plaza en la fonda más famosa del puerto desde 1946. La nariz de bruja se la operó hace años, pero lo golfa nunca se le quitó, asegura mi prima el Nano, un güero de 1:80, de talante taciturno y más bueno que el raspado de su nativa Concordia. Tan sólo el año pasado la Ataranta se echó a tres, dice mi prima: “al brujo Pánfilo —declarado él mismo como el último náhuatl—, tan feo el chaparro como tranza el cabrón; al ingeniero Jorgito, a quien su madre le hizo romper con mi patrona por vulgar, fíjate tú; y al más reciente, Roco, un lindo niño güevón como quince años menor que ella. Todos con el permiso del patrón don Goyo”.

Mi prima el Nano trabaja con Ataranta desde hace muchos años y desde entonces ella asegura llamarse Hermosila y descender de familia paterna muy distinguida. Pero sus vecinos sólo la han visto vivir de las enchiladas que su abuela vendía y de ahí fue que sacó la flaca para poner su propio changarro, a un lado de la fonda en donde ha vivido con su madre toda su vida. Mi prima el Nano la recuerda muy bien jugando toda chamagosa en las ruinas del otrora cine Ángela Peralta o entre las cazuelas grasientas del comedero popular. Ahora casada con Goyo, su marido atolondrado, el agente viajero representante de una naviera mercante, regentea una cafetería pretenciosa con más pantalla que éxito, un negocio con más empleados que diestros, un tugurio bohemio a donde aterrizan los estudiantes de danza, música, pintura, canto, teatro, escritores, poetas, empleados del Instituto de cultura y anexas, gorrones y amistades de la bruja también zánganos.


Todo esto a mi prima el Nano le va y viene, pues ella no se mete más que con su marido el Toño, felizmente juntados por años. Sin embargo, desde que no puede dormir por los casi cien mil pesos que la Hermosila le debe, mi prima el Nano vive con Jesús en la boca y al pendiente de las pendejadas que la pendeja comete a diario. “Qué quieres que te cuente, gordito, te juro que si por mí fuera ya la hubiera largado. Y no me regañes que me da un soponcio, ya tengo castigo por bruta, por prestar mis tarjetas”. Y cómo no va a estar cardiaca mi prima el Nano, que por confianza dejó que la bruja lo engatusara con el amor que dice tenerle, con la promesa de pronto pago, con el “ayúdame güerito por diosito, que estoy que trino y no puedo dejar desamparada a mi madrecita, ya ves que mi hermano y Goyo son unos pendejos y yo sola tengo que salvar mi casa”. Esa fue una. Las otras son un enigma, mi prima es la que debe y su patrona la que gasta.

Tanto gasta la Hermosila, que ya debe una hipoteca para remodelar su negocio, dos camionetas, un carro compacto, un departamento frente al mar, el sueldo de sus empleados cada semana —a quienes paga en abonos y queda a deber días festivos y liquidaciones—, los cien mil de mi prima el Nano, a proveedores, joyas, ropa, bolsos, zapatos y calzones a diversos acreedores. Pero se pasea oronda por la plazuela sintiendo que todos la admiran, porque “estoy muy buena Nano, ¿verdad?” Claro, si se operó la panza, las nalgas y se puso tetas.


Hermosila no tiene dinero pero va a Fábricas de Francia con la nariz arrugada, como aquella vez que fue con la tarjeta de mi prima el Nano a comprar seis mil pesos en calzones, sujetadores y camisones porque se acostaría por primera vez con Jorgito; o aquella cuando pidió en Sanborns le quitaran el plástico a un libro de arte de dos mil pesos que no tenía intenciones de comprar, sólo quería aparentar una cultura que no posee. Hermosila no tiene estudios profesionales, pero asegura saber de todo con ese pinche don que Dios le dio; no sabe ni madres de tecnología, pero se compra aparatos de última generación que por no saberlos utilizar rompe, pierde o desperdicia; no cree en publicidad ni en medicina, no entiende historia ni economía —vuelve loco al contador con su desorden e ignorancia cuando le botan cheques a diario y acusa al pobre de inepto—, pero confía en brujos, estrellas y maldiciones. Hermosila desconfía de todos, especialmente de sus empleados a quienes acusa de rateros, pero adora a cuanta suripanta contrata, a quienes deja la caja y lleva a vivir a casa; a la última le sacó de agencia un carro compacto y ya se iba al sureste robándolo; a otra le soltó llaves de todo y de eso quedó una camioneta rota, un fraude y los acostones con el padre de ésta. Hermosila dice no tener más familia que sus perros pulga, pero desprecia a su madre enferma, incluso ha ordenado a sus empleados no le den comida. Hermosila dice ser de alta alcurnia, pero sus amistades son ex golfas, vagas, estafadores y vividores; dice tener buen gusto, pero adora la onda grupera, todo el tiempo describe sus coitos, habla de vergas y venidas, e incluso jura haber sido amante de un narco. Hermosila alega ser mujer de 35 años, pero la Chona, su madre, dice “está pendeja, tiene 45”.

Hermosila dice ser noble, pura y decente, pero grita obscenidades frente a sus clientes, usa vestidos descarados de esos que enseñan y blusas desvergonzadas de esas que muestran, y no le importa andar horas con el pantalón manchado si olvida ponerse toalla cuando menstrúa, pero gasta fortunas en salones de belleza, spa y apariencia. En un año anunció tres veces que iba a casarse y mi prima el Nano le imploró “por Dios, no seas bocona, si ya estás casada con Goyo”. Ni el caso, Hermosila estaba tan enamorada del último náhuatl, el brujo Pánfilo, que daba las nalgas por el amor de su vida y lo exhibía como trofeo entusiasmada, en tanto su amado la explotaba. A los meses apareció otro hombre de su vida, Jorgito, y otra vez quiso casarse y hasta tener hijos, pero mi prima el Nano analizaba: “ay, no te hagas si no puedes”. Jorgito el júnior resultó muy consentido y ya quería ser socio del negocio en cuanto se casaran, compraran otra casa para traer a su mamita y vivir felices los tres como una dulce familia; Hermosila hasta tenía orgasmos de alegría, sólo que Jorgito la presionaba mucho con sus dineros, por lo que tuvo que confesarle que esos más bien eran de su marido don Goyo. Entonces tuvo que volver a encontrar de nueva cuenta al mes al ahora sí el amor de su vida, un chamaco delicado que “Dios mío, Nano, qué espiritual, fíjate que sexo entre nosotros no hay, me abraza toda la noche y me habla de las empresas que conmigo quiere poner, es tan inteligente”.

¿Y su marido el Goyo? “Es puto, Nano, es puto. Tenemos un acuerdo: yo cojo con quien quiera y él con sus mayates”. Pero meseros y mi prima el Nano lo han visto sufrir horrorizado, la Hermosila no duda en humillarlo ante proveedores, clientes y empleados. “¡Eres un pendejo, inútil, un idiota que no sabe hacer nada, yo tengo que hacerlo todo porque todos son unos pendejos!” y cada quincena acude presurosa a retirar del banco 30 mil pesos que su pendejo marido le deposita fielmente para sacarla de apuros con sus múltiples deudas.

¿Y el restaurante exitoso? “Ay, gordito, hay días que no vendemos ni dos mil pesos”. Así pues, mientras su madre la Chona muere despreciada, Hermosila no duda en gastar cuatro mil pesos en su perrita Coco el día que la pobre fue atropellada; mientras su madre pide le den jugo y no le dan, la patrona gasta los jueves en banquetes para su tuna de nigromantes; mientras sus empleados mendigan su paga, la mujer desaparece por días con su amante en turno disfrutando el estipendio del marido, trabajadores, proveedores, prestamistas y mi prima el Nano.

“En serio, es que no sé qué hacer con este pinche don que Dios me dio”.

jueves, 1 de mayo de 2008

Una chica fenomenal (Cartas del averno)

Ruy Alfonso Franco

Ps mira, la verdad es que ni siquiera debería ponerle tanta importancia, pero por alguna extrañísima razón ¡argh! se la estoy dando. Ya sabrás qué opinar. Yo trabajo en un restaurante de la Roma (soy gastrónoma, alias chef), y obvio, ahí todos somos amigos y nos llevamos muy bien, bebemos y nos drogamos juntos. Es lo más parecido a una familia... Hasta que ocurrió.

Hace como dos meses fue mi cumpleaños y yo hice fiesta para celebrarlo. Mis amigos fueron y todo súper. Pero antes, en el trabajo, yo me dirigía al almacén a hacer revisiones y ahí aparece el susodicho: Álvaro (meserito, ¡kiak! y actor, ajá. Hasta eso, sí estudió, sólo que por azares del destino tuvo que alejarse un poco del medio y apenas ahora lo retoma) me da unos dulces, me dice que es algo pequeño pero que, o sea, me lo quiere dar y ya; y yo muy feliz, ajá. Más bien desconcertada le digo, ay qué chido, te quiero mil.

En la party unos gays bien acá y mala copa, ya bastante pedos empiezan a jugar a la botella y todos nos fajoneamos chido. En una tirada a Álvaro le toca besarse con un wey y dice, no, porque yo vengo con ella, a lo que contesto —ya pedita— no wey, si te quieres dar kikitos ps vas, yo no me enojo. Y él voltea súper enojado y me dice te odio. Yo digo chale, ¡jajaja! Al día siguiente todos súper crudos y acá ojitos de jícamas con chile, pero relax y cool. Llega Álvaro y yo tan normal paso con una cocinera y el wey la saluda y a mí me deja con el besito en el aire y yo, chale, qué pex y el wey enoajdo conmigo. Lo que me sacó de onda, porque yo nunca lo contemplé como futuro prospecto para algo chido.

Transcurren los días y la banda se afecta porque la hostilidad entre Álvaro y yo iba en crecendo. Hasta que en otra peda nos juntan y ps según hacemos las pases, y empieza a decir que por qué lo rechacé, que qué poca, que él hasta me llevó regalo. Entonces me hacer sentir mal, wey, y pues como que me frikeo. Porque, o sea, en primera en qué momento lo rechacé, o sea, era juego ¿no? Se empezó a poner como que muy tonto y después ya ni me hablaba, así cortante el wey y a mí como ni me importaba pues equis. Entonces otro de mis amigos hace una peda en su casa y según todos apuntados, y al final sólo fuimos mi amigo, una zorra, Álvaro y sho.

Y en su casa, súper pedos, el wey empieza a decir que, la neta, sí le gusto, pero que yo soy muy sangrona. Le dije que, ps, que yo era así y que, en segunda, ni siquiera estaba acostumbrada a salir con gente del restaurante (la veldá es que sí soy medio sangrona, pero yo no tengo la culpa porque así me hicieron mis papis, ¡jajaja!). Entonces como yo estaba más happy que él, pues ¡zaz! que me besa y yo así de no Alvarito, mira, tú y yo somos friends, y el wey que dale otra vez y así muchos, y yo dije, chale, ps qué tanto es tantito y le pusimos en el baño de Jonás y así como que wow y ya.



El acostón fue así, un simple acostón, pero creo que el wey se clavó más. Y yo pensé chin, qué mal pex que hice eso y cada vez que lo veía ni sentía bonito, sino como culpa. Me decía, wey, cómo pudiste y con quién, chale. Así estuve como dos semanas y el wey me dejó de hablar otra vez, hasta que en otra party le dije que qué onda, qué por qué se portaba así conmigo. Y me dice que porque él no sabía cómo tratarme y que, la neta, no sabía ni qué éramos, y pues obvio, le dije que amigos, que fue un ratín. Solamente eso. Que seguíamos estando chido así como amiguis y ya. Y el wey otra vez sin hablarme.

La verdad yo empecé a cansarme de su actitud... Una noche después del job ya me iba a casa, pero ese día mi amigo Jonás que me trae todas las noches iba a salir con su chica y entonces Álvaro, como que bien raro me dice: ¿Te vas a ir con Jon? y yo, nop, y él ¿por qué no? y yo así de ps, porque no, y él okoko. Entonces, ¿a dónde vas? y yo ps, a mi casa, y él ¿pero con quién? y yo así de no wey, a mi casa sola, y el wey ¿pero por qué no te vas con Jon? y yo, ya Álvaro, estás bien intenso. Y el wey, es que tenemos que hablar, y yo, vete al diablo wey; pero terminamos en su depa hablando de todo: que te quiero, chale, que por qué eres así, qué pex, que el prox año saco el coche para poderte llevar a tu casa, y yo así de, ah sí, ok. Chale.

Total, terminamos otra vez teniendo sex, pero no sé, como que cool, sabes; estaba bastante contentita y no por haber cogido, sino porque en todo momento la plática estaba cool. Pero, oh, malditas sean las extranjeras.

El día que salimos el resto a festejar el Año Nuevo a un antrín, se nos pegó una pinche chilena y el wey como si nada hubiera pasado, en mal plan, ligando con ella. Obvio, yo fría, así de, wey, no me afecta. Pero la neta es que sí me dolía. La cosa es que a la vieja le pagó la entrada y los drinks, y yo relax; y el wey se acerca y me abraza y empieza como que a tratar de bailar y yo súper fresa, y bien intensa lo alejé y me fui a bailar con Jon. Al rato todos nos fuimos y el cabrón de Álvaro se quedó con la chilena. Yo relax, pero me llevaba la chingada. Después me enteré que Álvaro y la zorra se mega fajaron, que se la tiró en su depa. Y wey, neta, me mega emputé, así toda hurt. Pero el wey va y como si nada, quería que lo abrazara y yo ok, así, cero pedo. Pero el wey bien culero, me dice, ya ves que quedamos en los regalos, pero la neta, me desperté bien tarde y no te pude comprar nada. Y yo, olvídalo, mejor ahórrate el baro, no quiero nada, la neta, Navidad ya pasó. Además, no sé, como que me laten las cosas lindas, caras y bien especiales; y me dice el hijo de puta: ¿y si te doy mi corazón? Obvio, volteé con cara de asco y le digo: wey, tu corazón no vale ni dos pesos, no me chingues. Y el wey se descompuso.

Pero wey, ¿qué esperaba?, ¿que no me importa que se haya tirado a otra vieja? O Sea, ¿qué chingados le pasa? Son mamadas, ¡argh!

Ya me volví a enojar.

Cuadro: En el suelo, de Daniel García Sánchez.