Ruy Alfonso Franco
“La confianza con las palabras, las ideas, las imágenes y las arriesgadas acrobacias verbales asumen el control de la personalidad, de modo que el ejercicio de la habilidad se convierte en una necesidad cotidiana” (Paul Johnson, Los creadores, p. 32).
Contra lo que uno pudiera imaginar la nueva y sofisticada tecnología digital está generando una sociedad cada vez más bruta. Basta leer en los chats, blogs y mensajes en celulares para darse cuenta.
Relata Paul Johnson en su libro Creadores que el escritor inglés Geoffrey Chaucer (autor del inmortal Los cuentos de Canterbury), hacia 1400, año en que murió, dominaba ocho mil palabras y fue tan importante su aportación al idioma inglés, que Chaucer logró darle identidad nacional al idioma cuando éste no era más que un dialecto de palabras cortas, una mezcla de origen germánico y románico unidos al anglosajón. Y es que contra el uso común de la gente que sabía escribir, el poeta escribió en inglés cuando los nobles y la gente culta sólo hablaban francés e italiano, lenguas consideradas las apropiadas para expresarse mejor, porque el inglés era burdo.
Al igual que Shakespeare (que dominaba 20 mil palabras), Chaucer aportó nuevas expresiones de su cuño al inglés muchos años antes, que la gente incorporó a su léxico porque las obras del escritor —como Shakespeare— en buena parte estaban dirigidas al vulgo.
Cinco siglos después, en México estaba muy clara la idea del desarrollo cultural como muestra del crecimiento personal y era el estudio la máxima aspiración que la sociedad tenía para destacar cuando no se era noble ni rico. Los libros, las radionovelas, pero sobre todo el cine hacían hincapié en tal cosa, aun a riesgo de acartonar sus historias, pues el lenguaje empleado siempre era esmerado y pulcro. Las barbaridades, aunque estereotipadas, eran tomadas en la narrativa, la radio y el cine como muestra de máxima ignorancia. Al menos hasta los 50 en la literatura, que cada vez era más audaz pero sin abandonar el español fino como esencia de su arte; y hasta los 60 en el cine, que fue decantándose gradualmente por un lenguaje cada vez más popular, hasta llegar a la época de las ficheras en los 70, donde lo soez fue el sello del cine nacional.
La televisión, nueva en el escenario, estaba sujeta a múltiples limitaciones (como la radio) impuestas por Gobernación y no podía decir ni pío sin el consentimiento de los censores (la Iglesia, Gobernación y ligas de la decencia). Y la radio, impedida en un principio para expresarse más libremente, siguió empleando el idioma —si bien coloquial— exento de vulgaridades, hasta los 80, época en que las estaciones admitieron comunicadores improvisados porque al venir de la televisión —que se abrió por sus pantalones, gracias a la fuerza que asumió en las campañas políticas— traían con ellos su popularidad y eso era bueno para el negocio. De ahí en adelante, cualquiera que demostrara que podía gritar y decir mil tonterías en pocos segundos fue admitido en la radio nacional y ya no importó tener una voz educada y carismática, ahora cualquiera podía ser locutor.
Entretanto, la prensa mantuvo hasta los 70 su rígida formalidad con los atavismos acostumbrados y no fue hasta que surgieron medios como Proceso, La Jornada y Unomásuno que se hizo un periodismo más incisivo y profundo, con un lenguaje sin tapujos. Mientras que su competencia, la prensa más comercial, amplió las imágenes y redujo los textos para facilitar a sus lectores flojos su rápida consulta, trivializando sus contenidos.
Estaba claro que las audiencias aceptaban todo, especialmente las nuevas generaciones de plano educadas por los medios de comunicación, cada vez más alejadas de la idea del estudio como estímulo de superación. Por supuesto, también alejadas de la lectura. Todo lo contrario en cerca de 70 años del siglo XX, en donde el sentimiento por la educación estaba muy acendrado, incluso en las mentes más empobrecidas, pues se creía de veras en el estudio como la única manera de salir de pobres. Así lo pregonaban los distintos gobiernos desde Álvaro Obregón, que sintiéndose comprometidos con los idearios de la revolución —en sus discursos populistas—, generaban la idea de desarrollo y democracia. Y los mass-media estaban obligados a respaldar ese sentimiento.
Creo que la mayoría recordará la tremebunda historia de El derecho de nacer, escrita por el cubano Félix Benjamín Caignet Salomón en 1948, año en que se estrenó en la radio cubana. Obra cumbre de las radionovelas que trascendió incluso al cine y la televisión en toda Latinoamérica, sobre la trágica historia de la acaudalada heredera María Elena del Junco que sale embarazada sin estar casada, expuesta a la deshonra y abandonada por el novio. Cuando don Rafael se entera que su hija tendrá un retoño le exige que aborte, pero ella huye junto con su nana la negra María Dolores. El padre manda asesinar al nieto y esto provoca que María Elena le dé su hijo a la nana para que lo esconda muy lejos. Años después aquel niño llamado Alberto Limonta asciende los peldaños platinos de la sociedad, gracias a que mamá Dolores, aun lavando ajeno, lo impele a estudiar para convertirse en un prominente doctor. Pero el destino le depara al joven retruécanos inesperados, pues termina salvándole la vida al que ignora es su abuelo. Y don Rafael en agradecimiento…
Sin duda melodramas promedio como éste inspiraron a muchas familias que veían en la historia el implícito deseo de superación, amén del enaltecimiento moral cristiano de no permitir el aborto, acorde a los ideales de entonces.
Si la buena educación era la exigencia general en ¾ del siglo 20, que incluía no solamente conocimientos sino modales, ya no es así. Educarse hoy no implica refinamiento y como se ve tampoco acervo cultural, sino simples tecnicismos para manejar herramientas como operarios calificados, pero lejos de la ingeniería mental. Esto ha provocado un libertinaje asociado a la falsa idea de liberación e independencia en un conveniente sistema neoliberal que ha encontrado la clave para mantener el control, precisamente, en la nueva tecnología que tiene obnubilados a sus usuarios imaginando, como a esos conductores en carros tronantes, con poder semejante. De ahí el comportamiento grosero de las mayorías.
En Navidad y Año Nuevo mis hijos y sus amigos estaban más pendientes de sus celulares —que revisaban a cada rato recibiendo, esperando o enviando mensajes—, que al convivio familiar; o en otras ocasiones no se diga de las inoportunas llamadas a la hora de la comida, de la siesta o la noche, y los que contestan apresurados interrumpiendo conversaciones o tareas debido a un tipo o tipa que habla para decir, “ey, ¿qué ondas?”, o del banco cobrando a las siete de la mañana con voz amenazadora; tanto como los que llaman para vender cosas que no necesitas y tan engorrosos como los Testigos de Jeová, tan inconscientes como los que contestan el teléfono a la mitad de la función de cine, manejando en plena avenida o hablando a gritos.
El viernes en la madrugada acudí a urgencias al IMSS debido a un fuerte dolor de pecho y lo que recibí fue a una recepcionista que nos tiró a lucas a Marie y a mí hasta que la señora quiso atendernos. Dentro, una doctora joven con cara larga y peores modales se molestó porque le pedimos viera mi caso y ya en ello la mujer ni siquiera se dignó a responder cuando quise saber hasta dónde llegaba mi presión arterial. Lo más jocoso fue un enfermero tratando a los pacientes (la mayoría gente adulta y varios ancianos) con expresiones como esta: “¿Qué ondas bato?, n’ombre, qué cobarde eres, le tienes miedo a la aguja”, “listo carnal, ya estuvo”, “¡Ey! No se duerma, porque aquí el que se duerme se muere”. Otros doctores o internos tuteaban sin respeto a señores de 80 años.
Escritores medievales como Chaucer, Shaskepeare o Cervantes revolucionaron como pocos la idea del lenguaje escrito, que llevó a la humanidad a lo largo de 500 años a hablar y pensar mejor. Sin embargo, en medio siglo ahora se ha detractado tanto al lenguaje que asombra que el desarrollo tecnológico, tan rico y sofisticado, sirva sólo para embrutecer y hacer creer que nada importa más que los aparatos, dejando a un lado hasta la simple cortesía.