Ruy Alfonso Franco
Ni hablar, la fotografía es nuestra memoria colectiva, la preferida para dejar constancia inmediata de que aquí estamos, estuvimos y estaremos.
Hace días asistí al cumpleaños de un amigo y llevé, como acostumbro, mi Sony de 7.2 megas, pero rápido quedé apabullado por la cantidad de cámaras y celulares que sacó la gente disparando a la menor provocación. Es evidente que la imagen impera y que la fotografía, como adagio milenario impone su huella, qué importa que sea barata, bárbara o indiscreta, si es ahora el moderno oráculo de Delfos y Freud fue el principal pitoniso. Que la gente escribe menos, mal y habla peor es porque encuentra en la imagen el modo rápido y fácil de expresarse, el precio de la vulgarización de Pyto, la serpiente ladrona de la sabiduría de Apolo vuelta nuestra multimedia.
Si un sociólogo, comunicólogo o psicólogo, por ejemplo, puede hallar en esas imágenes producidas por millones a diario en la nueva mass-media visos de la realidad, el vulgo encontró el modo de reflejarse a sí mismo en videos y fotografías para subirlas a Internet y hacerse presente. Ya los griegos habían buscado en el oráculo de Delfos las respuestas a todas sus incertidumbres y hoy los especialistas, modernos pitonisos, encuentran en la imagen digital una insospechada realidad fragmentada de una sociedad que, sin reparar en técnicas, estética o arte, usa a la cámara como vocera omnisciente de su existencia, porque aun sin darse cuenta resume en esa fracción mucho de su personalidad —con o sin photoshop—, mucho de lo que es hoy la sociedad del siglo XXI.
Cuando el daguerrotipo hizo posible el surgimiento del cine a fines del siglo XIX, Segismundo Freud —precursor del psicoanálisis— no tardó mucho en descubrir el poderoso influjo de la imagen que reproducía la realidad, así fuera un montaje, porque la fotografía permitía ver no sólo lo evidente, sino lo que había detrás: ideas, fines, intenciones, tiempo y por lo tanto historia. Gracias al documentalismo es que sabemos con exactitud cómo era Pancho Villa o Zapata y las películas de ficción arrobaron, además, la conciencia colectiva, pues produjeron fantasías, temores, ilusiones; ayudaron, incluso, a construir personalidades, a influir mentalidades.
Quien supiera interpretar esos símbolos sería un sabio con gran poder, porque podría dirigir el uso de la imagen. De eso surgió un imperio descomunal llamado medios de comunicación. Pero cuando tales herramientas cayeron en manos del individuo, es como imaginar a millones de genios locos redefiniendo el uso e impacto de dichos medios y la preeminencia absoluta de la imagen sobre el pensamiento (el constructor de ideas), pues la humanidad cada vez se volvió más visual que verbal, más floja para pensar. ¿Para qué hacerlo, si máquinas inteligentes lo hacen por uno? Así unos cuantos dirigen el modo de pensar y el colectivo vive su nuevo sueño de opio porque aprendió a navegar en la Internet, sintiéndose dueño del mundo pues produce sus propias visiones. Qué importa si éstas en apariencia están vacías.
Un ejemplo de lo que la fotografía bien interpretada y mejor usada puede generar, es la película Pozos de ambición (There will be blood, 2007, EUA), de Paul Thomas Anderson, basada en una novela de Upton Sinclair, con Daniel Day-Lewis como actor principal, sobre una historia que transcurre en la frontera de California a finales del siglo XIX en pleno boom petrolero; la crónica es sobre Daniel Plainview (Day-Lewis), que pasa de ser un mísero minero a un magnate del petróleo. La cinta contiene una excelente ambientación lograda, gracias, a una exhaustiva investigación visual del modo de vida y lugares de la trama, según nos cuentan en detrás de cámaras: cientos de fotografías originales sirvieron de guía de la época y hoy podemos ver con inaudito realismo cómo fue aquello.
Pero de qué manera aprovechar mejor la tecnología parece no interesarle mucho a las masas, puesto que se conforman con sólo aparecer en la imagen, qué importa cómo: chueca, desenfocada o pixeleada. Manejar parte del know-how nos ha hecho creer que ya somos alguien, se nota en las desquiciadas ventas de aparatos de toda índole y en los usuarios como dementes por las calles pegados a sus aparatos, esforzándose por “estar al día”, aun cuando es imposible. “La fotografía concede al pobre, al paria una extraordinaria revancha (...) por los siglos de humillación y arrastrada existencia. El retrato es un desafío al tiempo y realiza el deseo de eternidad” (La imagen en la sociedad contemporánea, Anne-Marie Thibault-Lalulan).
La Navidad nunca se vendió mejor hasta que se digitalizó.
Con semejantes atributos hacemos acto de presencia en Facebook, Flickr, Fotolog, Hi5, Metrolog, Netlog, Sónico, Space y una cantidad inimaginable de sitios en la red que exhibe nuestras fotos y videos, captando la atención de millones de seres en el planeta de toda edad y condición. Es sencillamente fascinante, saca nuestros escondidos egos y un narcisismo fundamental: somos, soy y por lo tanto existo.
Ahora que uno de mis hijos se quedó sin novia, con la que duró años, estoy reclasificando mi archivo de fotos, pues habrá que poner a la ex en otra carpeta distinta a la familiar… Triste, pero inevitable; supongo que algún día vendrá otra chica y reclamará su sitio en el álbum de familia. Mientras tanto me solazo contemplando a mis hijos en docenas de carpetas, luego del vendaval neurótico por el que poco a poco voy saliendo, mirando a mi Marie, familiares, amigos, alumnos, conocidos y a mí en distintas épocas, edades, casas, trabajos y lugares. Es un recuento cronológico-gráfico de alegrías y sinsabores, un diario emotivo que consigna mi historia, la de mi familia. Las fotografías que veo cuentan mi niñez a retazos, mi adolescencia invisible, mi adultez insurgente y mi madurez accidentada; pero como protagonistas indiscutibles están mis muchachos amados y mi esposa cómplice, mi dulce amiga, mi fiel amante.
Encuentro que la fotografía, desde que tuve la suerte de coger una cámara en el taller de fotografía por tres años de práctica divertida en la secundaria (que el cine paralelamente impulsó mi fascinación por las imágenes y que mi carrera acentuó su naturaleza), desde entonces, desde los 14 años, hallo en la creación de imágenes esa sublime manera de decir: aquí estoy; la misma que han encontrado otros intuitiva y rudamente. Sólo que yo tengo la fortuna de pensar en la fotografía, igual que otros —pocos—, como el arte maravilloso que es.
Sin embargo no dejo de reconocer que los jóvenes de hoy tienen la ventaja, a diferencia de otras generaciones, de ver a la imagen con más naturalidad porque la producen con mayor facilidad y sentir que pueden adueñarse de ella aunque sea un poquito, por eso la desfachatez con que se toman fotos a sí mismos obsesivamente, siempre mirando de frente. Porque la imagen, habrá que aceptarlo, no es de quien la trabaja, sino de quien la mira…