lunes, 20 de octubre de 2008

Cine mexicano

México, según el Pato Donald

Ruy Alfonso Franco

Somos un país de salvajes para Hollywood, así lo demuestra Estados Unidos desde las primeras miradas en su cine, para quien nunca hemos representado mayor atractivo que el petróleo y cuanto puedan sacar de provecho de una nación bastante sumisa como la nuestra.

Aparecemos en el cine hollywoodense como indios desarrapados, charros folclóricos o machos violentos; y en un sentido más realista como un país subdesarrollado, como un peligro para los autodenominados “americanos”: por los constantes robos, fraudes, secuestros, narcotráfico, productos chafas, comida y agua contaminada, playas y naturaleza sucia. Somos los mexicanos para Estados Unidos los eternos mojados, gandallas y corruptos, los que siempre estamos dispuestos a mover la panza por one dollar.



Muestras sobre esa mirada degradante hay un montón, por ejemplo ¡Viva Zapata! (Viva Zapata!, EU, 1952), del laureado Elia Kazan. Cinta que por su contenido mereció la atención de la crítica nacional en su momento, pues había ganado un Óscar al mejor coprotagonista (Anthony Quinn, actor mexicano tránsfuga) y cuatro nominaciones más que incluían a Marlon Brando como mejor actor (El padrino, El último tango en París, Apocalipsis now, etc.). Además el nombre de Elia Kazan (Un tranvía llamado deseo, Al este del edén, etc.) y la pluma reconocida de John Steinbeck (La perla, Viñas de ira, etc.) prometían una cinta inestimable, ya no tanto por sus presumibles cualidades artísticas, sino también apetecible para los mexicanos por el tema de la revolución que nuestro cine, desafortunadamente, no ha tratado con toda la objetividad que uno podría esperar y se creía en el mayor ojo crítico del cine extranjero.

Pero no fue así. ¡Viva Zapata! puede compararse con un pinche espectáculo para turistas ignorantes, que saben de México lo que Walt Disney les ha dicho en Las aventuras del Pato Donald.

Causa risa el papel de Marlon Brando como un Zapata muy serio y esforzado, sobre lo que René Jordán en la biografía del actor escribió: interpreta a Zapata como “una imperturbable máscara india de piedra. La mirada fija, ligeramente estrábica, como una estatua maya; un semblante inescrutable como el calendario azteca”[1]. O sea, Brando se jodió en el personaje acartonándolo hasta la ignominia, como lo han hecho todos los que en México han querido idealizar a Emiliano Zapata: desde Antonio Aguilar hasta Alejandro Fernández. Es evidente que el rubio actor sabía de Zapata lo que un mexicano del profeta John Smith (nada), así que su actuación linda con el humor involuntario al exagerar la personalidad del héroe, creando al final un personaje folletinesco, trágico hasta el melodrama y mártir como santo ardiendo en las llamas de la inquisición.





Elia Kazan, curiosamente, pretendió hacer una película seria, algo más que un mero divertimento para el espectador estadounidense, y eso se observa en el cuidado formal: excelentes escenarios y meticulosa ambientación, emplazamientos de cámara precisos y encuadres significativos, muy artísticos (fotografía que, por cierto, le debe mucho a Gabriel Figueroa —nuestro insigne fotógrafo nacional— por sus cielos arrebolados). Incluso el mismo guión de ¡Viva Zapata! se pretendía elaborado y un tanto estricto por su fiel registro de la historia de la revolución mexicana. Lamentablemente es la misma versión que les dan a nuestros niños en la primaria…, hueca en sus conceptos y repleta de idealismos ramplones, por aquello de la eterna lucha del bien contra el mal, en donde los buenos habrán de salir airosos… ¿Pero quiénes son éstos? Según la realidad, los priístas fueron los “buenos” durante más de 70 años, ya que se dicen herederos de esa revolución.

¿Resultado del film? Es tendencioso y mentiroso.

¡Viva Zapata! proyecta un enorme maniqueísmo, ignorancia de nuestra historia y una franca ingenuidad que llega al idiotismo. Lo que hicieron los gringos aquí fue desarrollar un argumento que se invalida por la superficialidad con que abordan nuestra historia, tal como hizo Mel Gibson con Apocalyptica (Apocalypto, EU, 2006), esperando más bien dar el gran espectáculo. Si acaso podemos aceptar de Kazan su buena voluntad, tan miope como despistada, y guardar para la historia su aportación bizarra del histrionismo singular de un Marlon Brando perdido. Por lo demás el film de marras es un circo:

a) Hay un Emiliano Zapata desbigotado. Curioso, porque la imagen que todos tenemos en México del revolucionario es la de un sureño moreno con tremendo bigote. Y en el film Brando aparece con uno muy ralo, tal vez para no cubrir sus rasgos de galán.


b) Hay un Madero (Harold Gordon) caricaturesco. Cierto que el propio Adolfo Gilly en su estudio de la Revolución interrumpida, observa a Francisco Indalecio victimado por su carácter blandengue, impropio para la gesta que acababa de enarbolar. Sin embargo, Kazan no le otorga ninguna virtud, cuando se reconoce de Madero su valiosa concertación para intentar no prolongar la escisión del país.

c) Brando a lo Cantinflas. Esta escena es de risa loca: aquí tenemos a un Zapata pretendiendo a doña Josefa (Jean Peteres) como los gringos suponen que hablan los mexicanos, como merolicos, soltando refranes a la menor provocación.

El afán monopólico de la industria hollywoodense los ha llevado a producir indiscriminadamente películas estrafalarias dirigidas al mercado latino, hechas, según los gringos, al modo del latinoamericano, usando para ello estereotipos vulgares y clichés humillantes, sin interesarse realmente por nuestras culturas. Al estadounidense, por lo que vemos, eso del respeto al prójimo es un asunto de meros centavos y fundamentalismos tan oscuros como los que ellos critican en el medio oriente: los que no sean igual a ellos son enemigos.





[1] Jordán, René. Marlon Brando, historia ilustrada del cine, Editorial Iesa, 1977, Esp., 148 págs., p.39.

lunes, 13 de octubre de 2008

Narcocine

Bestia soy

Ruy Alfonso Franco

¿Qué fue primero? ¿La bestia o el cine?

Llámelo usted curiosidad o destino, pero la primera película de ficción hecha en México se llamó Un duelo a pistola en el bosque de Chapultepec (1896), de los franceses Bernard y Veyre, basada en un hecho real sobre dos diputados que se batieron en el bosque de Chapultepec. Edison había filmado un corto dos años atrás en Estados Unidos, Pedro Esquirel and Dionecio Gonzales, mexican duel (1894), presentando “quizás a los primeros mexicanos mostrados en película: dos hombres que se enfrentaban en un duelo a cuchilladas. Esta imagen del mexicano violento fue, desde entonces, el estereotipo impuesto por el cine norteamericano al referirse a México”
[1].



Y adivine, el primer gran éxito del cine mexicano —mudo— fue El automóvil gris (1919), filmado por Enrique Rosas en 12 episodios, también basados en la realidad pues “cuenta las aventuras de una famosa banda de ladrones de joyas que se hizo célebre en la ciudad de México hacia 1915”
[2]. La serie se hizo popular porque, entre otras cosas, exhibía el fusilamiento real de los bandidos.

Hace cerca de 20 años escribí en El Sol del Pacífico (hoy El Sol de Mazatlán) sobre la narcocultura en estos términos: “El sinaloense tiene fama da bronco y tal vez lo sea cuando no hay un arraigo cultural rico en expresiones. (…) En el cine la cosa es muy clara: los gustos de la mayoría de los porteños por el cine violento y vulgar, en especial por los churros sobre narcos, son tan acendrados como su espíritu carnavalero. O si no, ahí están los corridos, que ya no hablan de amores funestos, sino de las agallas de muchos Lambertos Quinteros. En los cines y en los videoclubes locales la demanda de filmes sobre narcos es tan portentosa como su afición por la cerveza Pacífico. En nuestro Estado no es de extrañar que el narcotráfico haya procreado una subcultura sui géneris, caracterizada por la prepotencia y los excesos de quienes están envueltos en este oficio. Las ­relucientes camionetas del año, las joyas en puños y pescuezos, las botas y ese aire de vaqueros mal encachados, es prototipo de ­una moda que se agudiza en las cantinas, en las rancherías y, natu­ralmente, en nuestro jacarandoso Carnaval. Claro está, la banda y ­el acordeón son el acompañamiento insustituible para las andanzas del narco o sus imitadores”.



Casi veinte años después es desalentador comprobar que lo que preocupaba a muchos entonces, es hoy una triste realidad: el narcotráfico, su cultura y la expansión de las actividades delictivas que abarcan la piratería, la extorsión, secuestros y asaltos, está enquistado en nuestra sociedad y pareciera que no hay nadie que pueda detener esta descomposición social, ni siquiera las autoridades responsables, pues es un hecho que la corrupción en éstas y en las fuerzas de seguridad —que han terminado pasándose al narcotráfico—, hace casi imposible la contención del caos imperante.

Pero lo más evidente y demoledor es que la sociedad misma ha terminado por aceptar el modo de vida de los narcotraficantes, gracias principalmente al cine y la música imperante que los ensalza e idealiza, generando una conducta cínica y la ausencia total de respeto a las formas institucionales, así como el empobrecimiento de los valores otrora tradicionales (educación, honradez, civismo, etc.). Y es que si hemos de señalar co responsables en el crecimiento del narcotráfico, habrá que decir que han sido los medios de comunicación los que han contribuido decididamente a su engrandecimiento, pues indirectamente provocaron la narcocultura al permitir que se escuchara en la radio y exhibiera en el cine y televisión, sin muchas restricciones, los narcocorridos y tramas recogidas de narcos afamados que los mitificaba más que cuestionarlos.



El atractivo de la violencia en el cine para un espectador cautivo, por ejemplo, tiene que ver con su medio social, con su cultura regional como pieza del sueño insatisfecho, cubierto en parte por las hazañas del héroe en pantalla (no en balde el blasón del cine: “fábrica de sueños”). La forma más obvia y simple de atracción hacia el film violento es, sin duda, el sentimiento de emoción por las trepidantes aventuras de los buenos contra los malos. Lo que significa que a mayor porción de violencia (muerte, destrucción, sangre, dolor, sadismo y masoquismo), mayor satisfacción ante la sensación de poder que se supone genera el control sobre los demás a través de la intimidación y dominio absoluto que las armas, en este caso, pueden otorgar.

Casi todo espectador espera que la cinta por ver sea emocionante y con mucha acción como sinónimo de diversión garantizada, cosa que también aprovechan los productores de estas películas que las convierten en más que una moda, en una forma da expresión y una válvula de escape a esas necesidades primitivas, siempre ocultas del individuo; lo que casi convierte, irónicamente, a estos comerciantes mercenarios en psicólogos por intuición, más por interés que por ­afán terapéutico. Los excesos en el cine marchan junto a la sociedad en un obvio reflejo ­del tiempo y sus necesidades, las películas de terror son un ejemplo perfecto: son muy efectivas cuando el mundo pasa por conflictos armados, desastres financieros o calamidades naturales, porque la gente prefiere mil veces el terror fantástico a su cruda realidad.

Si a esto agregamos la ambigüedad hoy existente —en la era de la información, con menos gente aparentemente inocente— de quiénes son los buenos y quiénes los malos, podríamos atestiguar con estupor cómo los públicos identificados con los narcotraficantes (por su regionalismo, su cultura y hasta sus fines y motivos) califican como hazañas sus fechorías. Así que tenemos en la violencia, por un lado, la bestia oculta ­en nosotros, morbosa y sedienta de sangre, alimentada, por otra parte y necesariamente, por las circunstancias del momento, tan espléndidamente utilizados en el cine. El morbo vende muy bien.






Y mire lo que son las cosas, en 1989 Enrique Serna publicó un artículo en unomásuno, ironizando sobre un cineasta colombiano que fue detenido por la policía en México por el contrabando qua éste realizaba en latas de películas hacia Estados Unidos. Lo curiosos del caso es que el realizador se dedicaba a hacer películas de narcos, en una probable simbiosis oficiosa en la que entraban, obviamente, sus intereses pero también cierta satisfacción obscena al poderse expresar “artísticamente”.

A estas alturas a la mejor dicha anécdota no tiene nada de curiosa si comprobamos que una buena parte del público —sobre todo joven— comulga con las cintas violentas de este boyante subgénero del cine de narcos, ya tan extendido en México, tanto, que cantantes y músicos de los llamados “banderos” han muerto por presuntos vínculos con la mafia. Si bien en un inicio Sinaloa como Sonara fueron ejemplos únicos de tal fenómeno en los 70, la verdad es que ahora gran parta de los mexicanos ven en el trá­fico de drogas una actividad riesgosa, sí, pero bastante remunera­da, la fórmula mágica para salir de pobres de una vez por todas; y a los narcos como modernos centauros. Sus corridos son odas al machismo de sus metralletas y sus cruentos enfrentamientos o ajusticiamientos verdaderas gestas dignas de rememorarse, según el sentir popular… El punto es que esta productiva actividad en el país ha creado costumbres, creencias y mitos en torno, impuesto obviamente por el poderío que alcanzan las inauditas riquezas que resultan del tráfico de drogas y, claro, por su truculencia inherente que a más de alguno fascina y subyuga.



¿Habremos da hacerle caso a esa bestia que al parecer todos llevamos dentro?

[1] Inicios del cine de ficción en México, http://cinemexicano.mty.itesm.mx/ficcion.html
[2] Ídem.