lunes, 22 de diciembre de 2008

Fotografía

La imagen no es de quien la trabaja

Ruy Alfonso Franco

Ni hablar, la fotografía es nuestra memoria colectiva, la preferida para dejar constancia inmediata de que aquí estamos, estuvimos y estaremos.

Hace días asistí al cumpleaños de un amigo y llevé, como acostumbro, mi Sony de 7.2 megas, pero rápido quedé apabullado por la cantidad de cámaras y celulares que sacó la gente disparando a la menor provocación. Es evidente que la imagen impera y que la fotografía, como adagio milenario impone su huella, qué importa que sea barata, bárbara o indiscreta, si es ahora el moderno oráculo de Delfos y Freud fue el principal pitoniso. Que la gente escribe menos, mal y habla peor es porque encuentra en la imagen el modo rápido y fácil de expresarse, el precio de la vulgarización de Pyto, la serpiente ladrona de la sabiduría de Apolo vuelta nuestra multimedia.


Si un sociólogo, comunicólogo o psicólogo, por ejemplo, puede hallar en esas imágenes producidas por millones a diario en la nueva mass-media visos de la realidad, el vulgo encontró el modo de reflejarse a sí mismo en videos y fotografías para subirlas a Internet y hacerse presente. Ya los griegos habían buscado en el oráculo de Delfos las respuestas a todas sus incertidumbres y hoy los especialistas, modernos pitonisos, encuentran en la imagen digital una insospechada realidad fragmentada de una sociedad que, sin reparar en técnicas, estética o arte, usa a la cámara como vocera omnisciente de su existencia, porque aun sin darse cuenta resume en esa fracción mucho de su personalidad —con o sin photoshop—, mucho de lo que es hoy la sociedad del siglo XXI.

Cuando el daguerrotipo hizo posible el surgimiento del cine a fines del siglo XIX, Segismundo Freud —precursor del psicoanálisis— no tardó mucho en descubrir el poderoso influjo de la imagen que reproducía la realidad, así fuera un montaje, porque la fotografía permitía ver no sólo lo evidente, sino lo que había detrás: ideas, fines, intenciones, tiempo y por lo tanto historia. Gracias al documentalismo es que sabemos con exactitud cómo era Pancho Villa o Zapata y las películas de ficción arrobaron, además, la conciencia colectiva, pues produjeron fantasías, temores, ilusiones; ayudaron, incluso, a construir personalidades, a influir mentalidades.



Quien supiera interpretar esos símbolos sería un sabio con gran poder, porque podría dirigir el uso de la imagen. De eso surgió un imperio descomunal llamado medios de comunicación. Pero cuando tales herramientas cayeron en manos del individuo, es como imaginar a millones de genios locos redefiniendo el uso e impacto de dichos medios y la preeminencia absoluta de la imagen sobre el pensamiento (el constructor de ideas), pues la humanidad cada vez se volvió más visual que verbal, más floja para pensar. ¿Para qué hacerlo, si máquinas inteligentes lo hacen por uno? Así unos cuantos dirigen el modo de pensar y el colectivo vive su nuevo sueño de opio porque aprendió a navegar en la Internet, sintiéndose dueño del mundo pues produce sus propias visiones. Qué importa si éstas en apariencia están vacías.

Un ejemplo de lo que la fotografía bien interpretada y mejor usada puede generar, es la película Pozos de ambición (There will be blood, 2007, EUA), de Paul Thomas Anderson, basada en una novela de Upton Sinclair, con Daniel Day-Lewis como actor principal, sobre una historia que transcurre en la frontera de California a finales del siglo XIX en pleno boom petrolero; la crónica es sobre Daniel Plainview (Day-Lewis), que pasa de ser un mísero minero a un magnate del petróleo. La cinta contiene una excelente ambientación lograda, gracias, a una exhaustiva investigación visual del modo de vida y lugares de la trama, según nos cuentan en detrás de cámaras: cientos de fotografías originales sirvieron de guía de la época y hoy podemos ver con inaudito realismo cómo fue aquello.


Pero de qué manera aprovechar mejor la tecnología parece no interesarle mucho a las masas, puesto que se conforman con sólo aparecer en la imagen, qué importa cómo: chueca, desenfocada o pixeleada. Manejar parte del know-how nos ha hecho creer que ya somos alguien, se nota en las desquiciadas ventas de aparatos de toda índole y en los usuarios como dementes por las calles pegados a sus aparatos, esforzándose por “estar al día”, aun cuando es imposible. “La fotografía concede al pobre, al paria una extraordinaria revancha (...) por los siglos de humillación y arrastrada existencia. El retrato es un desafío al tiempo y realiza el deseo de eternidad” (La imagen en la sociedad contemporánea, Anne-Marie Thibault-Lalulan).

La Navidad nunca se vendió mejor hasta que se digitalizó.

Con semejantes atributos hacemos acto de presencia en Facebook, Flickr, Fotolog, Hi5, Metrolog, Netlog, Sónico, Space y una cantidad inimaginable de sitios en la red que exhibe nuestras fotos y videos, captando la atención de millones de seres en el planeta de toda edad y condición. Es sencillamente fascinante, saca nuestros escondidos egos y un narcisismo fundamental: somos, soy y por lo tanto existo.



Ahora que uno de mis hijos se quedó sin novia, con la que duró años, estoy reclasificando mi archivo de fotos, pues habrá que poner a la ex en otra carpeta distinta a la familiar… Triste, pero inevitable; supongo que algún día vendrá otra chica y reclamará su sitio en el álbum de familia. Mientras tanto me solazo contemplando a mis hijos en docenas de carpetas, luego del vendaval neurótico por el que poco a poco voy saliendo, mirando a mi Marie, familiares, amigos, alumnos, conocidos y a mí en distintas épocas, edades, casas, trabajos y lugares. Es un recuento cronológico-gráfico de alegrías y sinsabores, un diario emotivo que consigna mi historia, la de mi familia. Las fotografías que veo cuentan mi niñez a retazos, mi adolescencia invisible, mi adultez insurgente y mi madurez accidentada; pero como protagonistas indiscutibles están mis muchachos amados y mi esposa cómplice, mi dulce amiga, mi fiel amante.

Encuentro que la fotografía, desde que tuve la suerte de coger una cámara en el taller de fotografía por tres años de práctica divertida en la secundaria (que el cine paralelamente impulsó mi fascinación por las imágenes y que mi carrera acentuó su naturaleza), desde entonces, desde los 14 años, hallo en la creación de imágenes esa sublime manera de decir: aquí estoy; la misma que han encontrado otros intuitiva y rudamente. Sólo que yo tengo la fortuna de pensar en la fotografía, igual que otros —pocos—, como el arte maravilloso que es.

Sin embargo no dejo de reconocer que los jóvenes de hoy tienen la ventaja, a diferencia de otras generaciones, de ver a la imagen con más naturalidad porque la producen con mayor facilidad y sentir que pueden adueñarse de ella aunque sea un poquito, por eso la desfachatez con que se toman fotos a sí mismos obsesivamente, siempre mirando de frente. Porque la imagen, habrá que aceptarlo, no es de quien la trabaja, sino de quien la mira…


Holy shit!


Ya saben, una pinche feliz Navidad, o lo que sea que signifque eso.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Depresión

Amargo animal

Ruy Alfonso Franco

En la amorosa noche me aflijo.
Le pido su secreto, mi secreto,
La interrogo en mi sangre largamente.
Ella no me responde
Y hace como mi madre, que me cierra los ojos sin oírme.
(De la noche, Jaime Sabines
[1])

Ahora que la constante en mis horas nubladas es desazón y angustia, porque la melancolía es invierno gris y mis lágrimas rameras de torrente fácil, como nunca escucho voces amigas que advierten me quiera más. Y pienso: “ah chingao, ¿pos cómo?”, si el güey que veo a diario en el espejo es mi bastardo favorito. Piensa positivo, me dicen.



Viñeta: Víctor Higadera

Un doctor en la tele de la madrugada, cuando repiten todo para los que como yo, que sin droga para dormir estoy a la caza de mis fantasmas a las 2 a.m., decía enfático: “Los lóbulos frontales se consideran nuestro centro y hogar emocional del control de nuestra personalidad”. Todavía más, según leo en Lubrano.com, la depresión está asociada a lo que se conoce en psiquiatría como el síndrome del lóbulo frontal, que a la letra explica: “Trastorno mental orgánico caracterizado por cambios marcados de personalidad”.

Y la depresión, dice el mismo Dr. Lubrano, es un “estado mental caracterizado por sentimientos de tristeza, soledad, desesperación, baja autoestima y reproches a uno mismo; acompañado por retardo motor o en ocasiones agitación, alejamiento del contacto interpersonal y síntomas vegetativos tales como el insomnio y la anorexia. El término se refiere a un estado de humor o a un trastorno del humor”. El problema se vuelve serio cuando la depresión ya no puede ser controlada y pasa de ser una racha provocada por el estrés o el modo de vida que el interfecto lleva o haya llevado, y se atora en sus laberintos existenciales. La cosa es que el doctor de la tele dijo algo que me pareció curioso: que uno puede programar la felicidad, palabras más palabras menos; que sólo hay que desearla por la mañana al levantarse y listo.




Viñeta: Brenda Mayorquín Cañedo (alumna de cine, en clases)

A ver, tengo por costumbre levantarme desde chaval muy temprano y nunca de mal humor. Tenía años madrugando a las cuatro o cinco para leer o escribir, porque esas horas son muy chidas: no hay quien te joda. Pero de unas muertes para acá, como que batallo más para dormir: “Con don Julio en el féretro (1996) una fusión extraña se dio en mi universo, pasó tiempo para darme cuenta de lo irremediable de ese pozo oscuro y único en el alma. Al año siguiente se fracturó mi chi; ver a mi abuela en esa caja miserable (1997) no tuvo madre. Y la que yo tenía habría de ser el mayor de los abandonos, cuando doña Carlota decidió que ya no tenía por qué vivir (2002). Y se fue. Nunca arreglamos nuestros vacíos. Ahora ya no importa cuántos hoyos más se abran, todos caben en el mismo. La cosa es que duele, mucho”[2]. Hasta entonces cuanto catorrazo me llevara nomás miraba para arriba y echaba pa’lante, con denuedo, con tozudez, y cada vez con más sarcasmos en la faltriquera, la sonrisa arsénica y el hígado como blasón. Armadura al gusto. Cantaba: Bueno. Me visto. Hablo. / Estoy solo —es lo mismo— / ¡pero qué alegre de algo! [3]




Doña Carlota y don Julio

Pero hete que las abolladuras son hartas, por ello amigos insospechados me regalaron, generosos, cucharaditas de luna e insistieron “quiérete mucho, se positivo”… Confieso que estoy por eso en un dilema, ¿qué es ser positivo?

Cierta ocasión, trabajaba con mis compañeros maestros en un engorroso relleno de formularios impuestos por la SEP, para mendigar más recursos. Adryan (con "y") preguntó desde el otro lado de la mesa, seguro para matar el tedio de las tres de la tarde: “Franco, ¿con cuántas mujeres has cogido?”, una docena de cabezas voltearon al unísono, entre ellas tres profesoras curiosas. Como pudor no es mi amigo, contesté sin empacho: “cuatro, tres antes de mi mujer y mi mujer”. Ahora fue Adryan el sorprendido y exclamó como augusto eléctrico: “¡Maestro, por Dios, siquiera di que fue una docena! ¡Cómo que cuatro! ¿Qué te pasa?” Junto con las carcajadas del auditorio empezaron las estadísticas de uno, otro y aquél; por cierto, Víctor nos ganó con quinientas y tantas. Yo lo único que alegué a mi favor fue que, por ganas no paraba, pero Marie vota siempre en contra. Le he jurado que no busco aventuras, pero si sale alguna, sobres; pero se esponja. Eso es ser positivo, ¿no?

Confieso, soy medio ingenuo, algo honrado, lamentablemente puntual, directo con lo que pienso, agradecido como perro, solidario siempre que no sea Teletón, Juguetón o redondeos mañosos, curioso ante la incertidumbre, cursi respetuoso, ateo consagrado, tragón consolidado, huraño insoportable, rata hogareña, irascible por condición médica, romántico de clóset, estúpido idealista, adorable lujurioso y hedonista dispuesto. ¿No es esto positivo? Soy, lo que se puede decir, de una pieza redonda, de una sola cara. Tauro.




El interfecto, echándolo a perder

No creo en Dios, ni brujerías, ni políticos, ni zalamerías, ni en la tele, ni la radio, ni la prensa, ni en ricos que dan limosna, ni en pobres que buscan lástima. No creo en algunos que se dicen mis amigos —mucho menos en los que fueron—, ni en curas, ni cardenales, menos en papas, reyes o presidentes. Detesto que me digan qué hacer cuando sé qué procede, por eso odio a los prepotentes, a los superfluos, a vanidosos, mentirosos, negligentes, irresponsables, sátrapas, egoístas, dos caras, corruptos, tacaños, vividores, asaltantes de traje, secuestradores, narcotraficantes, igual buchones, juniors y fanáticos del fútbol, béisbol o cualquiera que vea deportes y se apasione adorando atletas por la tele, cantantes por la radio, artistas de telenovela, rockeros de a mentis, adoratrices de vírgenes, santos patronos, monjitas de colegios, profetas venturosos, idiotas pegados al celular, consumidores sin recato, recatadas de oficio, madres de 10 de Mayo, padres con compadres, chiquillos chantajistas, perros de bolsillo, chicas fresa, santurrones, beatos y caprichos.

No ser todo eso, ¿no es positivo?

Pero tienen razón cuando dicen que me tengo que querer. Les juro que lo he intentado desde que veía a los demás chiquillos jugar tras mi ventana, cuando perdía en todo porque nunca fui bueno en nada, cuando pensaba las cosas mil veces porque de todo estaba inseguro, cuando tenía que dar explicaciones penosas: “¿por qué no vino tu mamá a la junta”?, “¿por qué traes pantalones de brincacharcos?”, ¿”por qué usas zapatos de payaso?”, “¡cuatrojos!”; “¿por qué no vino tu padre a tu boda?”. O cuando me tuve que hacer preguntas incómodas: “¿por qué mi papá nunca está aquí?”, “¿por qué tenemos que cambiarnos otra vez?”, “¿por qué me odian?”, “¿por qué yo no tengo novia?”. O cuando tenía que responder cosas embarazosas: “tengo hambre”, “no sé bailar”, “no soy joto nomás porque leo”, “es que no tengo ropa”. Pero lo peor fue cuando tuve que hacerme el fuerte aunque me moría de miedo: en el barrio a punta de trompadas, en las primarias a punta de trompadas, en la secundaria haciéndome invisible, en la prepa haciéndome invisible, en la universidad esforzándome por dejar de serlo y como maestro, haciéndome el duro.




Viñeta: Víctor Higadera

Pero eso es historia. Y usted, ¿qué haría con el del espejo? Yo me debato.

Lento, amargo animal
que soy, que he sido

Amargo como esos minerales amargos
que en las noches de exacta soledad
—maldita y arruinada soledad
sin uno mismo—
trepan a la garganta
y, costras de silencio,
asfixian, matan, resucitan.
[4]

[1] Sabines, Jaime. De la noche, Poesía, nuevo recuento de poemas, Lecturas Mexicanas 27, p.36
[2] Franco, Ruy Alfonso. Los negros hoyos de la ausencia, El Sol de Mazatlán, 18 de febrero, 2007.
[3] Sabines, J. Frío y viento amanecen, ídem, p.50.
[4] Sabines, J. Vieja la noche, ídem, p.9

lunes, 8 de diciembre de 2008

24 de diciembre de 1979

Esa soledad tan dura, tan perra, tan…

Ruy Alfonso Franco

Para Ariel pasar hambres no era la gran cosa, si al final con tortillas duras tostadas en el comal podía mitigar la soledad con un poco de sal, en compañía de su madre doña Dora, que raras veces le hablaba. Pero pasar solo esa Navidad de 1979, sí estuvo cabrón. Si ese día no tuvo ni tortillas duras que comer, qué le importó al chamaco de 17 años malpasarse, si su madre no estuvo con él; no le hace que no le hablara.

Hacía meses que doña Dora se había marchado detrás de Javier en busca del amor perdido, que aquél juraba en cartas mochas lo encontraría de nuevo junto a él en Guanatos, luego de tres años de separación. Serían tan felices como todas las promesas hechas antes sin cumplir, que siempre quería creer Dora. Poco le importó a Dora perder hasta la casa que ya tenía en el puerto, que con tanto sacrifico habían levantado entre todos: Ariel, el hijo adolescente de 14, cavando las zanjas pa’ los cimientos y cargando con sus amigos las piedrotas que harían la base en aquel lodazal; doña Cuca, la abuela, enviando mes tras mes su quincena que como sirvienta ganaba, para que su hija tuviera su casita de material; Dora pidiendo fiado en todos lados para poder completar para un carro de tierra y así rellenar el patio inmundo; y Javier, el buen Javier, un día llegó con una ventana de fierro y un portón, fue todo. Jamás cargó un bote de mezcla, nunca clavó una viga para el techo de la cocina y tampoco metió la tierra a paladas como sí lo hizo Ariel sacando la lengua durante días, durante semanas, durante los meses y años que se tardaron en levantar los tres cuartos pelones, pasando hambres y penurias.

Y es que a Javier no lo volvió a ver desde que Ariel estaba en primer año de secundaria, pues se había largado con una mujer que conoció cuando trabajaba como judicial en la extinta PGR. De todas manera nunca paraba en casa, así que Ariel ni lo extrañaba, hasta era mejor, porque tenerlo metido allí era tanto como estar aguantando sus malos modos de padrastro frustrado, que odiaba al chamaco con odio acumulado. ¿Por qué? Nunca lo supo Ariel; es más, ni siquiera sabía que no era su padre, sino hasta los 17 años cuando su madre, presintiendo que se iba morir por un tumor en la matriz, le reveló la fatal noticia. Dora finalmente no se murió ese año, sino hasta el 2002, por una tristeza mal cuidada de 65 años arrastrados, pero Ariel entendió por fin el porqué de los malos tratos de Javier, el tipo que lo encerró en casa hasta los 14, cuando huyó con aquella cincuentona y un hijo adolescente como él.

Antes de la debacle de Dora Ariel sólo sabía, a pesar de ser hijo único, que la mejor comida era para Javier, que no podía salir a la calle a jugar, que nada se hacía en casa sin el consentimiento de Javier y que Dora sólo vivía para Javier, agradecida porque la sacó de puta de un congal de mala muerte en Coahuila.

Ariel también sabía que Dora lo odiaba porque se lo gritó varias veces, la última, cuando éste contaba con 13 años. También sabía que Dora no se tentaba el corazón para reprenderlo duramente si ella creía que se lo merecía. Las veces que su madre lo golpeó con palos, cucharones, mangueras, guaraches, puños y desprecios, no rebasaban el más viejo recuerdo que Ariel tenía de ella, cuando le rompió la nariz de un puñetazo a los cinco años. Pero era su madre, ¿acaso no tenía derecho de reprender al chamaco como le viniera en gana?, es lo que les gritaba Dora a las vecinas cuando éstas intentaban quitarle al pequeño Ariel cubierto en sangre, en aquella desconchada vecindad de la Tusanía en Guadalajara. Así creció Ariel, pensando que vivía la vida de todos, sin reparar hasta la adolescencia que algo no coincidía con las demás familias de sus pocos amigos: allá había risas, piñatas, música a todo volumen, tíos, primos, gritos, mimos, abrazos… En casa no había nada de eso.

Por eso se sorprendió mucho cuando Dora le dijo a Ariel, “me voy a Guanatos, tu papá me llamó, regreso pa’l domingo; aquí te dejo estos centavos. No se te olvide darle de comer a los patos y a Loreto, ¿oyiste?” Y se fue.

Dora ya no volvió más que esporádicamente. Al principio una vez a la quincena, luego tres veces cada mes y al final sólo le mandaba ocasionales giros telegráficos con unos cuantos pesos que, se suponía, tenían que alcanzar para la luz, el agua, la escuela, los camiones, comer él y los animales: dos patos y Loreto. Las tres o cuatro veces que Ariel se comunicó con Dora por teléfono a larga distancia por cobrar, en una caseta del centro, la conversación siempre fue lacónica, protocolaria: “¿Cómo has estado?”, que Ariel sólo respondía con un inútil “bien” porque Dora rápido continuaba el interrogatorio: “¿Pagaste el agua?, ¿regaste las matas?, ¿le diste de comer a los patos? ¿Y Loreto, cómo está?” Pinche perico enfadoso. El día que Ariel tuvo que comunicarle a Dora, todo compungido, que Loreto había muerto destrozado por una rata que se metió a su jaula, ‘uta, no se la acabó el pobre. Dora lo puso como cochino y le colgó. No volvió a comunicarse con él en meses y tampoco le mandó dinero.

Ariel buscó trabajo, pero a los 16 años quién lo tomaba en serio. Había terminado la secundaria y ya había lavado coches en un autobaño, pretendido vender enciclopedias por la calle y fue garrotero por 15 días en un restaurante de la Zona Dorada, hasta que su cuatacho Felipe le consiguió chamba de peón de albañil en una obra. Cosa curiosa, le tocó trabajar en la construcción de la biblioteca de la preparatoria Rubén Jaramillo, de la Universidad Autónoma de Sinaloa, en donde terminó inscribiéndose para el turno vespertino, porque en el nocturno ya no hubo cupo. Y adiós trabajo. Lo poco que ahorró lo destinó a la compra de libros y una despensa de frijoles, huevos, café, latas de atún y tortillas. Todo se acabó a las semanas y para irse a la escuela vendió sus revistas o de plano se iba a pie desde la Francisco I. Madero hasta la UAS, unos cinco kilómetros de distancia.

Pero no faltaron los amigos que le pagaron varias veces los camiones y lo invitaban a comer. Lupe y su madre doña Paula fueron los más solidarios, no sólo lo convidaban a desayunar o a comer, sino que la señora empezó a darle pequeñas despensas cuando se enteró que Dora no le enviaba dinero. Con todo, la familia de Lupe era numerosa y muy pobre, así que Ariel muchas veces declinó aceptar la ayuda porque sabía lo que eso costaba a la buena señora. En la escuela fue su amigo Eliseo quien le tendió la manó al darse cuenta también por las que pasaba Ariel, quien constantemente llegaba a clases con un par de días sin comer, la ropa muy ajada y los zapatos que daban lástima.

Eliseo se lo llevó a su casa y doña Esther, su madre, lo aceptó como a un hijo. Durante semanas Ariel estuvo yendo a comer regularmente. Por supuesto, nadie supo que durante mucho tiempo esa comida era la única que Ariel probaba en el día.

Y esa Navidad de 1979 en casa, para variar, no había ni tortillas duras. Temprano estuvo un rato platicando en casa de Lupe, que lucía feliz con tantos hermanos que llegaron de otras partes y el alborozo que armaban los nietos tronando palomitas. Los mayores entraban y salían llevando cosas para la fiesta y doña Paula no paraba dando órdenes a su enorme prole. Cuando Lupe salió por una encomienda a la Ley, Ariel regresó a su casa, que estaba enfrente. Entró y miró la penumbra de la tarde muriendo. Nunca le había parecido tan sola, hasta extrañó los graznidos de Loreto y su “Arrriel” repetido hasta el copete. Sabía que Lupe y su familia irían más tarde a la Redonda a visitar a sus parientes, así que no esperó cena de nada.

De una cosa estaba seguro Ariel, nunca, hasta ese día, se había sentido tan solo. Y nunca después, sino hasta que vio la cara de su madre lacrada por la muerte en el punto por donde sacan los cuerpos del IMSS, cuando el camillero pidió que un familiar certificara que la muerta era su madre, Ariel volvió a sentir esa enorme soledad, tan dura, tan perra, tan puta. De golpe, había perdido a toda su familia.

Pero ese 24 de diciembre de 1979, antes de acostarse a las 10 de la noche, mientras afuera todo era música, buenos deseos y paz, Ariel deseó con dolor tener a su madre con él, qué importaba que lo odiara, qué importaba que no le hablara, qué importaba que no lo amara. Para él era suficiente tenerla.