El lúdico cine, algo más que simple ocio
Ruy Alfonso Franco
Después de la televisión y la radio el cine es el medio que más se consume líricamente, por así decirlo —en directo o a través de la TV—, ya que no se requiere saber algo específico para verlo como sucede con el medio impreso, que exige comprensión gramatical. No haría falta, de primera intención, conocer la estructura cinematográfica ni su contexto social y mucho menos observarlo como fenómeno cultural, lo que hace al cine aparentemente muy accesible por su lenguaje universal, que es el de las imágenes.
Basta asumir al cine como ocio para que las imágenes en movimiento transcurran catárticas, liberando impulsos refrenados ante el éxtasis de las emociones conjugadas en pantalla, arrobando al espectador con el embrujo de las representaciones.
En este sentido, parece absurdo pretender de los espectadores un conocimiento particular sobre el ente cinematográfico cuando, presumiblemente, la única condición que impone este medio es el ánimo dispuesto frente a la mágica imagen (que “desde sus orígenes más lejanos... ha estado siempre ligada a lo misterioso y a lo sagrado”[1]). Aspecto cubierto en la cultura de masas cuando se promueven vehemente los símbolos, mitos y estereotipos cercanos a los valores de una sociedad que siente, del cine que los reproduce, un estímulo para las tensiones del día, un refrigerio después del trabajo o un bálsamo para las frustraciones existenciales. Pero es entonces que los atributos culturales de la imagen en sí, el reconocimiento universal del cine como un lenguaje de símbolos, hacen imposible menospreciarlo aun si lo vemos como pura diversión. Sobre todo cuando la misma publicidad reza que “el cine es cultura”, un sentido más complejo que el atribuido por el vulgo. Pero con el concepto de cultura veríamos que, en virtud de ello, el espectador tendría que ser más prudente ante las imágenes que consume de manera tan despreocupada.
El antropólogo Malinowski define a la cultura como obra del hombre y como medio a través del cual logra sus fines, es decir, con un fin instrumental o funcionalmente. Por lo que no hay actividad humana, individual o colectiva que podamos considerar como puramente fisiológica (“natural”) o no regulada. De modo que “los seres humanos viven de acuerdo con normas, costumbres, tradiciones y reglas que son el resultado de una interacción entre los procesos orgánicos, la actividad del hombre y el reacondicionamiento de su ambiente”[2]. Todavía más, la cultura incluye algunos elementos que permanecen aparentemente intangibles, fuera del alcance de la observación directa, y cuya forma y función resultan muy evidentes: las ideas y valores, los intereses y creencias. Precisamente, por este último rasgo de la cultura, porque el cine forma parte de ella, es que la sociedad debería reconsiderar su idea sobre las películas; que no son tan inocentes como parecen.
El cine como sinónimo de ocio es pura diversión, y ésta, en términos de Sue, es un “encontrarse a gusto, vivir de acuerdo consigo mismo, sin frenar las inclinaciones naturales”[3]. Sólo en el cine, como en ningún otro medio, las fantasías cobran vida porque al fin y al cabo no es más que un juego para los públicos, de ahí su contundencia.
“Aristóteles había señalado ya la importancia del juego al establecer que tiene una función catártica. (...) De esto resultaba un fenómeno de liberación por medio de lo imaginario, y de resolución de los conflictos en la representación teatral. Es la misma función que desempeña el teatro moderno, y más aún el cine. El espectáculo permite a la vez liberarse del universo, de lo cotidiano y evadirse hacia lo imaginario; pero también crea la ilusión de que el hombre domina la situación que está viviendo... El espectáculo da la impresión de burlarse de la realidad que nos oprime cotidianamente”[4].
Sin embargo, dada la trascendencia de tales imágenes por su atractivo visual, su recurso propagandístico y publicitario, habría que ver cine con precaución y moderación. Consumo hasta ahora desbordado e irreflexivo, según se aprecia en la ingente producción industrial de filmes de cuestionable factura que no parecen tener fin porque, se supone, responden a un pedido masivo con características similares: relatos complacientes donde sobreexplotan situaciones simplistas y recurrentes de amor-odio y éxito. Lo que evidencia la pobreza cultural del solicitante de gustos tan uniformes y limitados, que parece no mortificarle.
La justificación revolucionaria de igualdad y derechos al pueblo le han hecho pensar, que las “bondades” de la industrialización le pertenecen y lo han vuelto un insolente, cuando su educación superficial y aun especializada (pero limitada a una parcela del conocimiento) no le permite asumirse depurada y creadoramente. El tiempo libre del trabajador, el ocio —como el cine—, dice Ortega y Gasset, la apertura popular a la otrora restringida educación, el asenso social y económico, el modo de vida ahora organizado desde una perspectiva global, le permite al hombre moderno, ya con herramientas, posesionarse de lo que considera por derecho y naturaleza de él. Es un libertino que invade todos los espacios antes vedados y exige satisfacción.
Lo que en la post revolución industrial era un orgullo, la evidencia de una sana modernidad igualitaria, se convierte, dice Ortega y Gasset, en la condena del siglo XX. Por eso es su aplastante crítica sobre el resultado “de la copulación entre el capitalismo y la ciencia experimental”
[5], que reside no tanto en los avances científicos, sino en la delimitación de la llamada especialización del conocimiento que ha producido tan sólo técnicos, “el prototipo del ‘hombre-masa’”, “un bárbaro moderno” que ha tomado por asalto el poder. Al menos así lo manifiesta la vulgaridad de sus obras. Por ejemplo, los medios de comunicación. En este contexto surge el cine, un aporte científico convertido en un burdo producto industrial, con todo lo que esto implica: un producto de y para la cultura de masas. Un medio que pese a su infinita posibilidad artística, termina utilizado para satisfacer gustos limitados. Y puesto que dicho instrumento terminó convertido en recurso de la elite de un grupo de hombres-masa, con una también limitada concepción del universo, suena lógico que éste y otros medios respondan a sus intereses y reflejen sus aspiraciones y, por supuesto, su cultura.
Pero si el cine industrial tuviera la suficiente calidad técnica (como lo demuestra Hollywood), queda aún la preocupación de sus fines, la intención subjetiva (la conducta racional con arreglo a fines y a valores) de todo individuo de la que nos advertía Weber y que subyace en toda acción social, en este caso en las películas, ya sea como productos ideológicos o como mercancías en venta. Siempre en deuda con la esencia creadora del séptimo arte, pretexto primigenio sin el cual pierde validez el cine, porque queda una tosca mercantilización que desconoce al arte, la máxima expresión del pensamiento humano que defiende la pureza ideal. Esto provoca una contradicción, porque la industria requiere del arte para crear y éste necesita recursos para los instrumentos más costosos de cualquier disciplina artística, por la diversidad de elementos y gente para hacer un film, que por muy elemental que sea utiliza materiales caros, distinto al lápiz del escritor o a las pinturas del pintor.
Claro que esta contradicción no ayuda en nada a los espectadores confundidos para determinar la frontera entre el llamado cine de arte y el comercial. Lo que hace todavía más complicada la apreciación cinematográfica, pues estaríamos hablando de la necesidad de entender la esencia del arte; muro contra el que se estrellan las miradas no preparadas. Y es que una película, sin ser una joya estética o comprometida con su entorno social (trípode en que se sostiene el arte: estética, técnica y sociología), es capaz de cautivar al espectador exigente, quedando el asunto de las diferencias instrumentales en mera sutileza. Cuestión de fines. Las imágenes de una obra así pueden confundir: convencer al espectador bisoño de estar viendo la mejor película de su vida (Titanic, de James Cameron), o divertir al cinéfilo el ingenio de Hollywood para vender banalidades (Batman, de Tim Burton).
En tal estado de cosas, cabría preguntar en qué condiciones queda el espectador frente al cine que desconoce pese a la familiaridad con que lo ve; y cuál sería en este sentido, la relevancia del consumo del cine como cosa cultural.
[1] Thibault-Laulan Anne-Marie.
La imagen en la sociedad contemporánea, Fundamentos, 1976, España, p.13.
[2] Malinowski Branislaw.
Una teoría científica de la cultura, Sarpe, 1984, España, p.90.
[3] Sue Roger.
El ocio, Fondo de Cultura Económica, Brevarios, 1982, México, p.80.
[4] Idem, p.81-82.
[5] Ortega y Gasset José.
La rebelión de las masas, Planeta/Agostini, 1964, España, p. 102.
Fotografías: RAF y Aramis Franco