lunes, 25 de agosto de 2008

Cine y cultura

Cine: aprendizaje para la libertad (I)

Ruy Alfonso Franco

La tendencia es tomar al cine no como recurso cultural artístico, sino como un complemento lúdico destinado al ocio, para no pensar —se cree—, porque el ejercicio del pensamiento se asocia al trabajo ¡y el cine se ve para disfrutar, no para trabajar!



La escasa programación de cine de arte o de contenido social en salas y televisión, da una idea de cuáles son las preferencias de las mayorías: cintas en donde las estrellas son, según el género, los efectos especiales o los actores y actrices populares, nunca el intelecto del director. Salvo casos excepcionales como Steven Spielberg, realizador de cintas sentimentales y fantasiosas en las que se explotan los valores humanos de manera muy obvia, como fundamento moral de su discurso (amor y felicidad es igual a éxito-riqueza). El guión, la fotografía, la edición y demás elementos artísticos que reúne la obra, valiosos cada uno en su conjunto (pues conforman la unidad artística) son olímpicamente soslayados. En la idea de que al cliente lo que pida, la industria satisface la demanda de las multitudes con sus temas favoritos. “Lo que significa asegurarle un mínimo de confianza en el mensaje, un mínimo de pasatiempo, un mínimo de felicidad, un mínimo de comprensión. Mínimo que a la vez es un máximo” (según la costumbre publicitaria de ensalzar “lo nunca antes visto”, “el estreno del año”, “como usted lo quería ver”, etc.), puesto que los mensajes tiendan “a reforzar una vida cotidiana favorable al orden vigente”[i], dice Daniel Prieto cuando revisa el contenido de los mensajes en función de los intereses privados.

Porque de los males del desmesurado dominio de los mass-media, está la dependencia ideológica (de “entretener”, pasan a “orientar”), la malformación educativa, la inmovilidad física o mental; la sugestiva sensación de que estamos enterados de lo que, se supone, “debemos” saber y “entender” para llegar a la feliz convicción de que tenemos “lo mejor”; cuando indecisos no hallamos qué de la abrumadora comercialización consumir, ya que los “mejores” productos del mercado invaden los espacios más íntimos. Surge entonces, demoledor, el autismo cultural, entendido aquí como el ensimismamiento del individuo en los objetos y en sus asuntos más que en los demás; totalmente vulnerable por su condición de aislamiento en la que queda el espectador frente al medio.



De la soberbia que endilgaba Ortega y Gasset al “hombre-masa” liberado del siglo XX, pasó el individuo a la indiferencia e insensibilidad en el siglo XXI, atrapado por la tecnología que lo aletarga, paradójicamente. Vivimos, por un lado, en un mundo de mercados cuyos productos nos atraen más por su utilidad que por la pertenencia a una cultura o sociedad; o nos replegamos en una o varias identidades, étnica, sexual, nacional o religiosa. Para superar esto, dice Alain Touraine[ii], es necesario, centrar nuestra vida social y cultural en el sujeto personal (informado y consciente), reencontrar nuestro papel de creadores, de productores y no sólo de consumidores; esto debería ser lo relevante del consumo cultural, el desarrollo intelectual, aunque nos cuesta percibir el espacio del sujeto entre las masas que lo enmarcan y amenazan con aplastarlo. Pero el mayor peligro es el totalitarismo, la búsqueda de la homogeneidad cultural; una recomunitarización de la sociedad, dice Touraine[iii], es una sociedad de masas regulada únicamente por el mercado, en donde el sujeto libre no tiene cabida.

La “libertad” queda determinada, de facto, a la libertad de consumir los distintos productos para masas.

[i] Prieto Daniel. Diseño y comunicación, Universidad Autónoma Metropolitana, 1982, México, p.57.
[ii] Touraine Alain. ¿Qué es la democracia? Fondo de Cultura Económica, 1995, BA, Argentina.
[iii] Touraine Alain. ¿Podemos vivir juntos? iguales y diferentes, Fondo de Cultura Económica, 1997, Argentina.

martes, 19 de agosto de 2008

Cine y cultura

Si no entendemos lo que vemos,
jamás conoceremos al cine

Ruy Alfonso Franco

Lo que más pasa inadvertido —los fines del cine—, lo que menos interesa a los espectadores —el arte—, es lo que vuelve a este medio algo más que un simple “pasar el rato”. Y lo que en apariencia compromete sólo los gustos del individuo, reducidos al género, artista o tiempo disponible para ver filmes, nos lleva a la ineluctable consideración del hecho: si no entendemos lo que vemos, jamás conoceremos al cine.

Pero entenderlo está en chino para muchos y eso hace responsable a la minoría culta.

a) Porque el desconocimiento del lenguaje cinematográfico (su gramática: signos, significados y significantes, símbolos y códigos), impide al individuo comprender la intención oculta en el fondo de la película, pues la estructura del cine responde a una configuración semiótica que debe ser descifrada, de lo contrario el espectador sería manipulado. Y puesto que toda acción social constituye una intención significativa, señala Parsons
[1], eso explica la influencia de las imágenes intencionadas sobre el espectador, que al recibirlas contribuyen a conformar su personalidad. De modo que el cine, como los otros medios, va construyendo las características de su sistema conductual.



Dicha orientación puede surgir por motivos o necesidades diversas, lo que le da energía a la acción (la intención subjetiva de Weber). Significa que los individuos actúan impulsados por motivos o valores, confeccionando un sistema: el sistema cultural, formado por ideas y creencias, por símbolos y patrones de normas o conductas; el sistema de la personalidad, la profundidad de las normas sociales vigentes del grupo; y el sistema social o la estructura social. Los actores (individuos) existen en relación con dicha estructura social, ocupando un status, un papel en función de otros. Su relación será funcional cuando el organismo controle y regule a los individuos a modo de conservación del sistema. Claro que esta funcionalidad puede presentar rupturas o disfunciones (como diría Merton), cuando el comportamiento del individuo choque con las normas vigentes y entonces el propio sistema se encargaría de sancionar al infractor, legal o moralmente a través del sentimiento de culpa o vergüenza, reclamando respeto a los valores sociales estatuídos, tan socorrido en el cine melodramático que actúa como adoctrinamiento: esto es bueno y esto es malo.

Por eso llama la atención la endeble posición de los públicos, empeñados en ver películas como un simple reducto del ocio, cuando “la acción humana”, que es “cultural, puesto que los significados y las intenciones relativas a los actos se constituyen de acuerdo con sistemas simbólicos (incluyendo los códigos que operan en patrones)”
[2], se vuelve un complejo lenguaje de diversas lecturas que conviene estudiar. Más que nada por la intención subjetiva del director de la película, el productor, el guionista, los actores.

Y hablar de lenguaje significa vérnosla con dos rasgos, según nos advierte Saussure: uno psicológico que compete al emisor (director-productor-actor) del mensaje (retroalimentado por el receptor-espectador con su respuesta: sus reacciones frente a la pantalla, la preferencia por un determinado género o estrella, sus fantasías, etc.); y otro psico-físico: la fonación, el acto mismo de “hablar” (la música-palabras-sonidos del emisor en el momento de interpretar y ambientar la historia). El primero responde a la intención subjetiva de los realizadores del film: qué nos dice (el fondo), y el segundo al cómo nos lo dice (la forma). Los dos rasgos son significativos, pues en su conjunto —por la simbología empleada, obligados por la sintaxis necesaria al relatar una historia completa en un par de horas— constituyen el mensaje mismo.

b) Porque la pasividad intelectual frente a una obra que nunca es insignificante por los mensajes que de ésta se desprenden (el discurso), remite a un estado de inconciencia. Situación que se presta por las condiciones parahipnóticas generadas al mirar la película en una necesario aislamiento, provocado por la fijación de la retina sobre una luz intermitente en la pantalla. La sujeción emocional surge al ver vidas parecidas o deseadas a la nuestra, por ver satisfechos nuestros deseos insatisfechos en los personajes que presenciamos, extensión de nuestras aspiraciones.



De modo que el abandono irreflexivo frente a la película, motivado primero por el desconocimiento del lenguaje cinematográfico y segundo, por la creencia —casi a ciegas— de que el cine es otro modo más de diversión y tal vez el mejor medio para evadirse de las “presiones” y “obligaciones externas”, opina Sue, conduce al individuo a poner escasa resistencia ante el film, entregándose al espectáculo sin pensar si la historia es burda. Pero el espectador se convence de que la película es “muy buena” si los artilugios técnicos de la producción sobresalen espectacularmente (Titanic). Comúnmente este tipo de cine es el más criticado por los expertos y, sin embargo preferido por los públicos porque encuentran ahí un lenguaje menos complejo, más accesible que el cine conceptual. Mas tal sencillez no implica un discurso libre de intenciones; antes bien, la renuncia voluntaria de los individuos a discutir cede espacios a los responsables de la obra, quienes la ofrecen “digerida” bajo la idea de darle al espectador todas las “facilidades” para que degusten el producto sin problemas. Esto termina por controlar indirectamente las voluntades indecisas, lerdas o sumisas del colectivo.

En todo caso los parámetros de decisión para un espectador poco preparado, estarían en virtud de la popularidad de la estrella del film, la sencillez de la historia y la reiteración del argumento. Es decir, la aceptación de la cinta dependerá de los estereotipos y estándares mejor planteados. Por lo que un director y guionista “deberán intentar una difícil síntesis de lo estándar y lo original: lo estándar se beneficiará del éxito pasado y lo original será la clave del nuevo éxito, aunque lo conocido implicaría el riesgo de cansar y lo nuevo de no gustar. No por nada el cine busca a la vedette, la estrella que una al estereotipo con lo individual; el mejor seguro de la cultura de masas, y particularmente del cine”
[3]. En tal caso, la formación de estereotipos se producirá en la medida que la cultura personal sea más reducida y el poder crítico sea más limitado; cuando el individuo se conduzca con ideas preconcebidas o prejuiciosas.

c) Porque la alienación inconsciente, el arrobamiento involuntario del espectador ante las seductoras imágenes (más profunda cuando mayor es nuestro desconocimiento del medio), por supuesto, será consecuencia de los dos primeros rasgos, lo que reduce del individuo la posibilidad de una mejor apreciación artística del objeto; pero también atrofiará la sensibilidad cultural, por la indiferencia ante la causa y razón de lo que nos rodea. “No es el arte un fenómeno al que el hombre deba acercarse en actitud superficial, porque no se desprende (cuando es auténtico) de experiencias superficiales. En tanto que expresa al hombre en su realidad más honda y en sus inquietudes más determinantes, la aproximación que reclama ha de ser cuando menos respetuosa. Así, para llegar a la comprensión del arte, se impone necesariamente una formación que lo permita”
[4].


Y es que el arte induce a pensar en función de nuestro acervo para completar un círculo vital: la información favorece la sensibilidad, ésta la apreciación de las artes que a su vez estimulan sentimientos e ideas, generando, a su vez, una mayor sensitividad cultural. En tal virtud, “el arte, lejos de ser un lujo o un juego es uno de los puntos extremos en que el hombre intenta realizarse, por la práctica del pensamiento y de la creación libre que aquel permite”[5]. Aquí el cine (y los demás medios), como fenómeno cultural que es, no está desvinculado a los problemas económicos, políticos y sociales del mundo, sino que es de donde emerge la sustancia que fundamenta al arte. De ahí la imperiosa necesidad de reconsiderar el aprecio en que tengamos al cine, como un simple objeto de diversión o como lo que es en realidad, una manifestación cultural sensible por cuanto significado guarda.

Lo cierto es que no podemos soslayar el efecto que los mass-media ejercen sobre la sociedad, a través de los cuales se trasmiten mensajes con sentido específico. Por lo mismo, Charles y Orozco recomiendan “que los sujetos, individuales y colectivos, tomen distancia de los medios de comunicación y sus mensajes, que les permita ser más reflexivos, críticos y, por tanto, independientes y creativos; esto es, que se les permita recobrar y asumir su papel activo en el proceso de la comunicación”
[6].

Pero para llegar a este estado de gracia, se debe educar primero a la sociedad para la recepción de medios y del arte, sobre todo. En serio.

[1] Parsons Talcott. La sociedad, perspectivas evolutivas y comparativas, Trillas, México, p.15.
[2] Idem, p. 16.
[3] Notas de clase.
[4] Posada V. Pablo Humberto. Apreciación de cine, Alhambra Mexicana, 1984, México, p.36.
[5] Thibault-Laulan Anne-Marie. La imagen en la sociedad contemporánea, 1976, España, p. 21.
[6] Charles Creel Mercedes y Orozco Gómez Guillermo. Educación para la recepción. Hacia una lectura critica de los medios, Trillas, p. 21.

lunes, 11 de agosto de 2008

Cine y cultura

El lúdico cine, algo más que simple ocio

Ruy Alfonso Franco

Después de la televisión y la radio el cine es el medio que más se consume líricamente, por así decirlo —en directo o a través de la TV—, ya que no se requiere saber algo específico para verlo como sucede con el medio impreso, que exige comprensión gramatical. No haría falta, de primera intención, conocer la estructura cinematográfica ni su contexto social y mucho menos observarlo como fenómeno cultural, lo que hace al cine aparentemente muy accesible por su lenguaje universal, que es el de las imágenes.


Basta asumir al cine como ocio para que las imágenes en movimiento transcurran catárticas, liberando impulsos refrenados ante el éxtasis de las emociones conjugadas en pantalla, arrobando al espectador con el embrujo de las representaciones.

En este sentido, parece absurdo pretender de los espectadores un conocimiento particular sobre el ente cinematográfico cuando, presumiblemente, la única condición que impone este medio es el ánimo dispuesto frente a la mágica imagen (que “desde sus orígenes más lejanos... ha estado siempre ligada a lo misterioso y a lo sagrado”
[1]). Aspecto cubierto en la cultura de masas cuando se promueven vehemente los símbolos, mitos y estereotipos cercanos a los valores de una sociedad que siente, del cine que los reproduce, un estímulo para las tensiones del día, un refrigerio después del trabajo o un bálsamo para las frustraciones existenciales. Pero es entonces que los atributos culturales de la imagen en sí, el reconocimiento universal del cine como un lenguaje de símbolos, hacen imposible menospreciarlo aun si lo vemos como pura diversión. Sobre todo cuando la misma publicidad reza que “el cine es cultura”, un sentido más complejo que el atribuido por el vulgo. Pero con el concepto de cultura veríamos que, en virtud de ello, el espectador tendría que ser más prudente ante las imágenes que consume de manera tan despreocupada.

El antropólogo Malinowski define a la cultura como obra del hombre y como medio a través del cual logra sus fines, es decir, con un fin instrumental o funcionalmente. Por lo que no hay actividad humana, individual o colectiva que podamos considerar como puramente fisiológica (“natural”) o no regulada. De modo que “los seres humanos viven de acuerdo con normas, costumbres, tradiciones y reglas que son el resultado de una interacción entre los procesos orgánicos, la actividad del hombre y el reacondicionamiento de su ambiente”
[2]. Todavía más, la cultura incluye algunos elementos que permanecen aparentemente intangibles, fuera del alcance de la observación directa, y cuya forma y función resultan muy evidentes: las ideas y valores, los intereses y creencias. Precisamente, por este último rasgo de la cultura, porque el cine forma parte de ella, es que la sociedad debería reconsiderar su idea sobre las películas; que no son tan inocentes como parecen.

El cine como sinónimo de ocio es pura diversión, y ésta, en términos de Sue, es un “encontrarse a gusto, vivir de acuerdo consigo mismo, sin frenar las inclinaciones naturales”
[3]. Sólo en el cine, como en ningún otro medio, las fantasías cobran vida porque al fin y al cabo no es más que un juego para los públicos, de ahí su contundencia.


Aristóteles había señalado ya la importancia del juego al establecer que tiene una función catártica. (...) De esto resultaba un fenómeno de liberación por medio de lo imaginario, y de resolución de los conflictos en la representación teatral. Es la misma función que desempeña el teatro moderno, y más aún el cine. El espectáculo permite a la vez liberarse del universo, de lo cotidiano y evadirse hacia lo imaginario; pero también crea la ilusión de que el hombre domina la situación que está viviendo... El espectáculo da la impresión de burlarse de la realidad que nos oprime cotidianamente[4].

Sin embargo, dada la trascendencia de tales imágenes por su atractivo visual, su recurso propagandístico y publicitario, habría que ver cine con precaución y moderación. Consumo hasta ahora desbordado e irreflexivo, según se aprecia en la ingente producción industrial de filmes de cuestionable factura que no parecen tener fin porque, se supone, responden a un pedido masivo con características similares: relatos complacientes donde sobreexplotan situaciones simplistas y recurrentes de amor-odio y éxito. Lo que evidencia la pobreza cultural del solicitante de gustos tan uniformes y limitados, que parece no mortificarle.

La justificación revolucionaria de igualdad y derechos al pueblo le han hecho pensar, que las “bondades” de la industrialización le pertenecen y lo han vuelto un insolente, cuando su educación superficial y aun especializada (pero limitada a una parcela del conocimiento) no le permite asumirse depurada y creadoramente. El tiempo libre del trabajador, el ocio —como el cine—, dice Ortega y Gasset, la apertura popular a la otrora restringida educación, el asenso social y económico, el modo de vida ahora organizado desde una perspectiva global, le permite al hombre moderno, ya con herramientas, posesionarse de lo que considera por derecho y naturaleza de él. Es un libertino que invade todos los espacios antes vedados y exige satisfacción.

Lo que en la post revolución industrial era un orgullo, la evidencia de una sana modernidad igualitaria, se convierte, dice Ortega y Gasset, en la condena del siglo XX. Por eso es su aplastante crítica sobre el resultado “de la copulación entre el capitalismo y la ciencia experimental”[5], que reside no tanto en los avances científicos, sino en la delimitación de la llamada especialización del conocimiento que ha producido tan sólo técnicos, “el prototipo del ‘hombre-masa’”, “un bárbaro moderno” que ha tomado por asalto el poder. Al menos así lo manifiesta la vulgaridad de sus obras. Por ejemplo, los medios de comunicación. En este contexto surge el cine, un aporte científico convertido en un burdo producto industrial, con todo lo que esto implica: un producto de y para la cultura de masas. Un medio que pese a su infinita posibilidad artística, termina utilizado para satisfacer gustos limitados. Y puesto que dicho instrumento terminó convertido en recurso de la elite de un grupo de hombres-masa, con una también limitada concepción del universo, suena lógico que éste y otros medios respondan a sus intereses y reflejen sus aspiraciones y, por supuesto, su cultura.



Pero si el cine industrial tuviera la suficiente calidad técnica (como lo demuestra Hollywood), queda aún la preocupación de sus fines, la intención subjetiva (la conducta racional con arreglo a fines y a valores) de todo individuo de la que nos advertía Weber y que subyace en toda acción social, en este caso en las películas, ya sea como productos ideológicos o como mercancías en venta. Siempre en deuda con la esencia creadora del séptimo arte, pretexto primigenio sin el cual pierde validez el cine, porque queda una tosca mercantilización que desconoce al arte, la máxima expresión del pensamiento humano que defiende la pureza ideal. Esto provoca una contradicción, porque la industria requiere del arte para crear y éste necesita recursos para los instrumentos más costosos de cualquier disciplina artística, por la diversidad de elementos y gente para hacer un film, que por muy elemental que sea utiliza materiales caros, distinto al lápiz del escritor o a las pinturas del pintor.

Claro que esta contradicción no ayuda en nada a los espectadores confundidos para determinar la frontera entre el llamado cine de arte y el comercial. Lo que hace todavía más complicada la apreciación cinematográfica, pues estaríamos hablando de la necesidad de entender la esencia del arte; muro contra el que se estrellan las miradas no preparadas. Y es que una película, sin ser una joya estética o comprometida con su entorno social (trípode en que se sostiene el arte: estética, técnica y sociología), es capaz de cautivar al espectador exigente, quedando el asunto de las diferencias instrumentales en mera sutileza. Cuestión de fines. Las imágenes de una obra así pueden confundir: convencer al espectador bisoño de estar viendo la mejor película de su vida (Titanic, de James Cameron), o divertir al cinéfilo el ingenio de Hollywood para vender banalidades (Batman, de Tim Burton).

En tal estado de cosas, cabría preguntar en qué condiciones queda el espectador frente al cine que desconoce pese a la familiaridad con que lo ve; y cuál sería en este sentido, la relevancia del consumo del cine como cosa cultural.



[1] Thibault-Laulan Anne-Marie. La imagen en la sociedad contemporánea, Fundamentos, 1976, España, p.13.
[2] Malinowski Branislaw. Una teoría científica de la cultura, Sarpe, 1984, España, p.90.
[3] Sue Roger. El ocio, Fondo de Cultura Económica, Brevarios, 1982, México, p.80.
[4] Idem, p.81-82.
[5] Ortega y Gasset José. La rebelión de las masas, Planeta/Agostini, 1964, España, p. 102.

Fotografías: RAF y Aramis Franco

lunes, 4 de agosto de 2008

Cine mexicano

Nuestro glorioso cine chafa

Ruy Alfonso Franco

Un ejemplo de cine deseable, del mejor cine que se ha hecho en México, es El violín. Por ello ha merecido una notable serie de premios en los más prestigiados foros cinematográficos. Una obra maestra que se conoció antes en el extranjero que en México, donde se filmó. El cine es un vehículo extraordinario para que todo un país se conozca y se reconozca, para que perfeccione su vida en todos los órdenes. Esa es la razón por la cual en Proceso queremos y respaldamos un cine sin anteojeras, un cine que no se vea constreñido, para su producción ni para su distribución o exhibición, por censuras políticas ni económicas, un cine libre de restricciones que no sólo podamos ver, sino en el que podamos vernos. Que sea El violín la película que acabe de una vez por todas con el miedo de saber quiénes y cómo somos”.1


Resumiré mi idea de nuestro cine tomando prestadas las palabras del cineasta español Juan Antonio Bárdem, con las que sintetizó alguna vez su concepto del cine español, y que para el caso nos sirven ahora: "políticamente ineficaz, socialmente falso, intelectualmente ínfimo, estéticamente nulo e industrialmente raquítico"2.

Por supuesto, hay sus honrosas excepciones, pero esos filmes no hacen la imagen de nuestro cine y sí aquellos populares que nos proyectan al mundo como involuntariamente surrealistas por el cine del Santo, el enmascarado de plata, como muy machos por las cintas de El Indio Fernández, Pedro Infante o Jorge Negrete, o de plano bien nacos gracias a nuestros comediantes gloriosos, o no. En pocas palabras, los mexicanos y el resto del mundo bien pudiéramos tener una idea muy superficial, por ejemplo, de nuestra verdadera identidad gracias a un cine nacional muy pobre en su mayoría. Esto, si acaso, será la certeza.




Aunque para un estudio sociológico, psicológico y hasta antropológico, los personajes emblemáticos del cine mexicano (charros, madrecitas, golfos, luchadores, ficheras, narcos, etc.), su pobreza formal y la trivialidad de sus contenidos son una fría revelación de nuestra condición nacional, porque, como luego se dice, "se están proyectando". 0 sea, los espectadores bien pudieran acercarse a la triste realidad a través del cine: somos un pueblo con enormes deficiencias culturales, lo vemos en la mediocridad de sus personajes, en la suciedad de sus calles, en la confección lastimera de sus películas. Incluso, las películas excepcionales de todas las épocas del cine mexicano no son una constante, no son una escuela y no alcanzan el suficiente prestigio para que el mundo nos vea con otros ojos, sin tener en mente al clásico indito debajo de un nopal, por mucho que luego cierto cine se empeñe en la sofisticación del artificio.

La idea que los públicos pudieran hacerse de nuestro cine tendría que emanar de aquellos filmes que les llegan con cierta regularidad a través del video y la televisión, más que en las salas (en donde escasean las películas mexicanos). ¿Y qué vemos? No son, evidentemente, las películas de Rafael Corkidí, Mitl Valdez, Oscar Blancarte, Carlos Reygadas o Francisco Vargas Quevedo, perfectos desconocidos para Televisa, Televisión Azteca o Cablevisión, entre otros destacados cineastas contemporáneos condenados al ostracismo por voluntad gubernamental, por abulia empresarial y la indiferencia pública. No vemos ese cine que pudiera redimensionar la imagen que de nosotros mismos tenemos, que fuera una manifestación natural generalizada junto con las demás artes; que no fueran excepciones y propuestas aisladas, sino un objetivo nacional que coincida con un proyecto permanente de educación para el arte y en el arte, desde la educación primaria, con un alto compromiso social, respeto y apoyos incondicionales. Porque el mejor cine como las artes puede reflejarnos con honestidad, lo que mucho ayudaría a conocernos mejor y forjar gradualmente nuestra conciencia crítica. Todo lo contrario a lo que en realidad sucede.

Hombre, que lo que el cine mexicano preferido proyecta y acepta es, desde un Alfonso Zayas en pelotas siguiendo a rubicundas vedette, pasando por unos decrépitos Hermanos Almada o Jorge Reynoso como posibles héroes de un México bizarro, hasta llegar al paroxismo de la "excelencia" con Tizoc o Cantinflas, verdaderos monstruos consagrados por la imaginaría popular a sugerencia de Televisa y franca ingenuidad del “respetable”. Con este panorama, lamentablemente, es fácil intuir las consecuencias de un cine así y quiénes son los principales perjudicados: los públicos. Es decir, a lo largo de más de 80 años el cine siempre comercial en México ha contribuido a formar públicos flojos, nada críticos ni reflexivos, si pensamos que este medio masivo influye en la formación o deformación de la conducta social. Por supuesto, el problema no es exclusivo de los medios, en todo caso habría que pensar en ese deficiente sistema educativo que prepara mano de obra barata y no seres inquisitivos, preocupada como está la elite en defender sus intereses.



Desde que a nuestro insigne Fernando de Fuentes en 1936 se le ocurriera aquella simpática cinta Allá en el rancho grande, marcó sin querer el derrotero cinematográfico de México. Aquel creador del primer cine de propuestas con cintas como Vámonos con Pancho Villa o El compadre Mendoza, comprometidas socialmente y de estilo propio, curiosamente, contribuyó al cimiento de la hasta entonces inexistente industria del cine con el inusitado éxito del charro bravío, parrandero y cariñoso, mitificando de paso nuestros supuestos valores patrios: "no nos rajamos" porque "nos vale madre". Siempre con la complaciente mirada paternal del Estado que prefiere alentar "sanos" divertimentos como el cine “de balazos” y sexy-comedias, cualquier superficialidad antes que permitir se denigre la imagen de nuestro glorioso ejército mexicano, por ejemplo, matando a cientos de estudiantes en 1968 y todavía decir que en nuestro país hay apertura y derechos garantes cuando en Rojo amanecer se nos permitió imaginarnos la masacre final, pero no dejaron que los soldados actuaran en el film recreándonos cómo estuvo que se jodieron a tanto chamaco hace 40 años.

¿No quisieran ver ustedes una cinta donde los héroes sean los indígenas chiapanecos enfrentando a la artillería de los valerosos chicos del ejército? Digo, sería lindo ver personificados a Salinas de Gortari y a Zedillo explicando por qué carajos se levantaron en armas en la remota Chiapas y existen todavía grupos guerrilleros, si en 70 años de dictadura priísta y ahora panista el país vive, según informes de gobierno, lleno de paz y prosperidad. Pero no, el cine azteca fuera de escasos intentos de proyectar cierta realidad de manera crítica y artística, incluso, a pesar de la censura —esa palabra que por decreto gubernamental no existe, cuando se le ha dado en llamar "sugerencia" al acto de mutilar ideas y ha redundado en la autocensura, la perfecta dictadura—, ha preferido contar trivialidades melodramáticas e historias vulgares. Lo que es más redituable y más seguro, dicen los pocos empresarios que se atreven a invertir en realizaciones cinematográficas y luego secundan las audiencias embrutecidas, descalificando, por cierto, a las cintas serias que intentan proyectar realidades, acusándolas de groseras y sangrientas. Je, da risa.

De Fuentes dio con la idea de la fórmula que va muy ad hoc con nuestra naturaleza gandalla —oportunista y baquetona—, de ahí que en todo este tiempo el cine nacional se haya concretado a repetir fórmulas, bien sea por flojera o conveniencia; después de todo un público zafio es uno fácil de engañar con cualquier cosa y no reclama, no exige. Un pueblo que no lee, que no asume las artes desde la educación primaria y familiar, con un sistema social y político corrupto como medida, tendría que dar con un cine miserable que a la larga ha provocado la material bancarrota en que se encuentra la casi inexistente industria cinematográfica. De modo que aunado a los problemas eternos de la producción, distribución y exhibición del cine mexicano (que significa que no hay dinero, que la política del Estado, la corrupción y los sindicatos obstaculizan todo y que los exhibidores prefieren películas gringas antes que las nuestras), están el subdesarrollo intelectual de realizadores oportunistas y el públicos (siempre con excepciones, claro). Unos generando a otros y viceversa.


Y cuando tenemos a un cineasta, artista o fotógrafo destacado, mejor termina emigrando a buscar trabajo que quedarse a mendigar para hacer una película cada cinco o 10 años con sueldos miserables o hacer telenovelas como única forma de supervivencia. Los contenidos y la imagen que esto tendría que dar al cine mexicano, creo, es algo que debería preocupar más a todos, porque aunque usted no lo crea querido lector, Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro o Alejandro González Iñárritu no son los realizadores del verdadero cine mexicano. Son, si acaso, muy buenos cineastas haciendo cine gringo.

1 Vértiz Columba. El violín, arma de Don Ángel Tavira, www.proceso.com.mx/noticia.html?sec=0&nta=50210
2. Hojas de cine. Testimonios y documentos del nuevo cine latinoamericano. Volumen II, p. 9

Viñetas: RAF