lunes, 30 de junio de 2008

“me calaste hondo y ahora me dueles”

Ruy Alfonso Franco


I


Días más tarde, cuando Lucía buscó a su hermana Mariana la suerte ya estaba echada; fueron confidentes desde antes que surgiera en sus vidas los hermanos aquellos de Guamúchil, cuando adolescentes, era natural que le confiara hoy sus pesares. Le contó a Marianita que su matrimonio no era lo que todos creían. Que 17 años no valían más que los hijos que tenían, que si había aguantado todos esos años era por ellos, a quienes adoraba. Que siempre estaban de pleito porque aquél no soportaba si ella desobedecía, que controlaba todo, que era insensible, dijo Lucía quebrantada. “Pero siempre cumplí con él, Mariana; lo atendí, lo obedecí, le serví. ¿Dónde quedó el gran amor que decía tenerme, a ver, dónde?”





—Ahorita, para no ir muy lejos, me engaña con una, estoy segura —remató molesta y se echó a llorar. Marianita, afligida, escuchó a su hermana desahogarse, pero concluyó que también tenía culpas: “no puedes cambiar de caballo a mitad del río”, le espetó esa frase que había leído en el periódico entre políticos. Y Lucía lo hizo seis meses antes de casarse: había engañado a Anselmo con el que ella consideraba era el amor de su vida, sólo que no le cumplió, se fue dejándola con la pena y una boda que festejar con su novio formal; el correcto y taciturno Anselmo.

—No sabes cómo me arrepiento de haberlo engañado, Mariana.

—Y... ¿sospechas con quién te engaña?

II

El sábado del convivio, una tarde caliente a finales de agosto, Marianita estuvo desde temprano con Lucía en su casa preparando el ceviche, el aguachile, las salsas y guacamole, marinando los cortes, guisando frijoles puercos. En tanto la cerveza se helaba bajo la enramada con tejas del basto patio de color ocre, mosaico campestre café oscuro y bardas estilo California, donde también estaba el asador empotrado junto a una cocineta funcional y sillas de plástico verde dispuestas para la ocasión. Lo bueno es que estaba nublado. Cuando llegó la mayoría la carne jugosa crepitaba olorosa sobre el carbón, junto a las cebollitas cambray, los chiles bravos se toreaban y las quesadillas al lado de los vampiros dorados estaban a punto. En el modular Enrique Búnbury cantaba deprimido me calaste hondo y ahora me dueles, acerca de un pobre infeliz que juraba que ninguno de esos idiotas te supieron hacer reír. Comieron como pelones de hospicio, bebieron cual sedientos beduinos y murieron atacados de risa por el ocurrente Graciano Jiménez, de ahogo por el lépero Beto Rentería, agotados por agarrar de torta a la melindrosa Chuyita Ruiz porque tenía un novio de 1 metro 50, quien rebatía airosa “que al cabo su cosa de 25 centimetros alcanza para el 1.75” y las paredes retumbaban por la algazara, más que los dos o tres truenos que se dejaron sentir.

Por si las moscas, Lucía sugirió “pasemos pa’ dentro”.

Tres cartones de media a continuación más dos litros de tequila reposado, una de vodka etiqueta negra, seis coolers de frutas y media de rompope —“qué chingados”—, por ahí de las cuatro de la mañana con un aguacero estival, Lucía despertó a medias preguntando por su cerveza. Para cuando la tormenta amainó, con Lucía acostada por fin en su recámara, habiendo recogido el tiradero, asegurado puertas y ventanas, Marianita y Anselmo salieron al día que empezaba, tan nublado que parecía anochecer. Una llovizna pertinaz los acompañó camino a casa de la cuñada, atravesando canales surrealistas de una ciudad anegada. Fue Anselmo quien preguntó si de verdad quería terminar la velada. Ella lo miró maliciosa él se relamió goloso los labios.




En la habitación copularon como Dios manda. Anselmo no dejó recodo sin hurgar, Marianita echaba porras con murmullos excitantes. Si antes tuvo alardes de pudor frente a antiguos amantes; si a su propio esposo, el ingeniero Gómez Barbosa, le tuvo vedado partes de su geografía erótica, con Anselmo se entregó rendida. Levantó anhelante el culo y esperó decidida el embate. Valieron la pena esos años perdidos; lloró satisfecha al limpiarse y besó al héroe con ternura.

Pero antes, la noche que Marianita se reencontró con Anselmo en el Aracataca Bar, a mediados de junio, ésta celebraba con su amiga Lety la separación definitiva del ingeniero Gómez Barbosa. “Se lo chupó la bruja”, dijo Marianita y brindó de corazón. Anselmo llegó como una bocanada de aire fresco, apenas acariciado por el tiempo que lo nutrió de interés. Si cuando joven se veía desvalido, con los años sus ojos tristes devinieron en manantial pacífico. Menos pelo, embarnecido, pero con las mismas manos tersas que prometían develar misterios. Después Marianita descubriría que debajo de esa mansa armonía había corrientes intensas. Diez años en México trabajando para una trasnacional le dio a Anselmo los recursos para instalar un despacho en sociedad con Beto Rentería, y venirse con la familia a vivir aquí “desde hace un año, más o menos”, con viajes constantes al extranjero para una empresa china que encontraba en el puerto el centro ideal para emprender, desde ahí, su expansión nacional.

—¿Y la familia? —quiso saber Marianita. Anselmo no dejaba de admirar en las mujeres, de esa aparente dispersión constante, la eficiente atención que podían lograr en medio del caos. Sonrió, brindó a su vez por “los vientos alisios que del pasado llegan, mi querida amiga” y la sacó a bailar cachete con cachete, ombligo con ombligo que la banda local ejecutó con donaire.

Lo demás lo fue reconstruyendo Marianita entre orgasmos, cada que los delirantes coitos lo permitían. Al tercer encuentro posterior a esa noche del bar, Marianita respiró ahíta al venirse los dos en un estertor animal, escurriendo contenta su simiente que, por ahora, nomás a ella inundaba. “Nos estamos separando”. Anselmo estaba vacante; para Marianita era suficiente, qué importaba el pasado.





III

Precisamente, esto es lo que desesperaba a Lucía. A como pintaban las cosas se estaba agarrando a un clavo ardiendo.

Luego de la carne asada, últimos intentos para retener a Anselmo a su lado, Lucía no veía de veras mayor interés en él. ¿De verdad había dejado de amarla? Mucho se había arrepentido Lucía ya de aquel error. “¿En qué estaba yo pensando?”

—En la calentura —le había dicho Marianita con sorna. Y Lucía se afligía. Admitirlo era tanto como decirse a sí misma puta. Quinientos años de catolicismo en México no habían pasado en balde. Esa culpa siempre joroba a cualquiera.

Las dos o tres reuniones ulteriores con Anselmo no cambiaron las cosas entre ellos. Marianita sólo escuchaba en silencio la desazón de su hermana, que doblaba hasta lo imposible una servilleta de papel para, compulsiva, volverla a desdoblar. Así que mejor optó por desanimarla, a sabiendas que ese camino no garantizaba desfacer el entuerto, pero lo deseó. Por las dos.

—No me ha perdonado, ¿verdad? —susurró Lucía desde el hueco en su estómago, con gotas de sal aferradas a sus pestañas. Marianita no encontró el modo para advertirle que también a su romántico recuerdo el tiempo se lo jodía.

—Hay cosas que nadie perdona... Y quién sabe si a Anselmo le interese pensar en eso. A lo mejor se volvió joto. Ay, yo no sé por qué estás empeñada en vivir con él, ni que no hubiera más hombres. ¿Luego no dices que ya no te quiere?

¿Cuánto dices que te costó el brasero?

Foto e ilustraciones: RAF

jueves, 26 de junio de 2008

Policonía asmática


Serie íntima




Armonía


Razón


Paisajes encontrados


Pétalo


Luminicencia


¡Miau!

Luces de invierno


Tersura

Ciega paciencia

Eminente




Fotografías: RAF

lunes, 23 de junio de 2008

Cuca, de carcajada fácil y ojitos respondones


Ruy Alfonso Franco




A Dora le gustaban los güeros, lo que era muy curioso, porque siempre vivimos en barrios de bronce y aun don Javier parecía más del Medio Oriente que de Sonora. El caso es que ponderaba al rubio Roberto por eso (mi verdadero padre), lo coloradote de mi abuelo y los ojos azules de Perlita, que fue sus ojos. “Se parece a mí”, decía orgullosa mamá a las vecinas cuando le dejábamos Eva y yo a mi hija. Al nacer Aníbal, mi segundogénito, mi madre lo miró indulgente: “Es morenito, ¿verdad?” Con Alejandro, el tercero, repuntamos: “¿Ya le vieron los rolitos rubios?, son iguales a los míos cuando estaba niña”.

Y hablaba Dora, rumbosa, de su familia Hervest: “La Tany tiene los ojos azules; Alejandrina, la de la zapatería, los tiene verdes; luego, mi hermano Carlos el doctor, el de México, los tiene azules como mi papá; y pos tú los tienes verdes y Perlita azules”. Dora hablaba sin parar cuando de su familia se trataba, las únicas veces que pronunciaba algo más que monosílabos; hablaba de sus primas, de cinco reinas de carnaval y hasta de la sobrina que ahora jugaba para Señorita México, de la que estaba muy al pendiente.

Hablaba Dora presuntuosa de su primo-hermano el político, padre de la Señorita Sinaloa, con el que amenazaba a don Javier cada vez que la vapuleaba: “¡Pero le voy a decir al Jando para que te encierre, hijo de la chingada!”; que cuando cayó preso en los separos de la Juárez, acusado por peculio, Dora fue de las primeras en ir a visitarlo, arrastrándome hasta el cuartito pintado de verde bilis, con un patio para ratones en el que se apretujaban otros fieles. Allí habían metido al tío mientras se decidía su suerte, resguardados para él —eso sí— sus privilegios de hombre del sistema: nunca vio una celda. “¡Quihúbole loco! No querías venir, ¿verdad, cabrón?”, me saludó Alejandro el Jando Hervest esa vez, con el coro de risotadas acomedidas de sus visitas inseparables. Nomás unos meses estuvo en la Juárez, su compadre el gobernador lo sacó en cuanto amainó el escándalo; el mismo tiempo que Dora Hervest Osuna estuvo rezando por su primo el Jando.

Hablaba Dora satisfecha de su hermano Isidro el abogado, dueño del hotel Hervest Inn, la flota de pesca deportiva La Palma Beach y del restaurante Hanny´s; de cómo la quería tanto que le había dado para que comprara su casita, allá por la otrora Chimizu, y había empleado un tiempo a don Javier pintando sus propiedades. Isidro Hervest hasta estuvo en el funeral y novenario de su hermana Dora, ahí en la covacha de la Francisco I. Madero, a dos casas del canal de PEMEX, a donde regresó a morir luego de su fallida existencia con don Javier en Guadalajara.

Y yo, confundido, de esas pláticas siempre salí irritado.

Pero mi abuela Cuca fue otra cosa. Frondosa, de carcajada fácil, ojitos respondones y un lunar coqueto en la mejilla, era de armas tomar: no le dijo que no al servicio doméstico para sobrevivir durante más de 30 años. Por ella y el tío Isidro es que por fin pudimos tener una casa propia en la Madero, a siete cuadras del Siete, el cogedero más famoso de la región. Porque, aparte de que Cuca nos mantuvo muchos años —incluyendo a don Javier, cuando por andar de pata de perro perdía trabajos—, ayudó para que la casa de madera se convirtiera en dos cuartos de material. Vivió para nosotros y mi madre le correspondió: habitaron juntas la miseria hasta que la muerte se apersonó. Estuvieron cerca una de la otra, aun cuando mi madre vagara con don Javier por el noroeste y la abuela trabajara en Guadalajara. De modo que cuando nos asentamos largamente en Mazatlán, Cuca nos pudo visitar muy contenta por Navidad. Cartas, telefonazos y giros se cruzaron durante muchos años, manteniendo viva la presencia de una y otra.



A mi abuela le debo sus chiqueos sin reparo, mis zapatos Exorcist shoes que tanto deseaba de adolescente y mis primeros lentes de aumento que necesité durante años en la primaria, pero que don Javier nunca me compró porque creía que eran mentiras mías, hasta que en el primero de secundaria troné cuatro materias al hilo, porque no veía nada en el pizarrón. No obstante, esta mujer que me comía a besos y cumplía mis caprichos, podía ser una bruja si veía a su hija amenazada.

Dora y Cuca fueron inseparables, cómplices, pétreas.

Por un tiempo estuvieron la abuela y mi madre viviendo con mi tía Ernestina en Obregón, luego de su huída de Sinaloa después del garrotazo salvaje que le propinó Cuca al sargento Juan, pero como “el muerto y el arrimado a los tres días apestan”, sentenciaba Cuca, tuvo que irse a Tijuana a buscar trabajo, mismo que encontró con unos chinos en su restaurante. Mas no se llevó a Dora, sino hasta después, para que terminara al menos el primer año de primaria; cosa complicada, porque mamá nunca fue de muchas luces y tenía tres años intentando pasar a segundo, que a sus 12 años resultaba una empresa difícil. Así que volvió a reprobar el año y se fue siguiendo a Cuca hasta la frontera. Allá mi abuela había preparado el terreno para no dar explicaciones sobre su vida, mucho menos del sargento Juan:

“Vivíamos en una casa vieja frente al cuartel militar, pero tuvimos que dejarla porque se aparecían unos duendes. N’ombre, no nos dejaban en paz, ¡chingue y chingue todas las noches! Nos aventaban piedras, pero unas piedrotas así de grandes, y ya tenían todas las tejas rotas. Dicen que venían siguiendo a una familia que vivía allí antes, pero que se fue y ni cuenta se dieron los duendes. Así que a nosotras nos tenían jorobadas. Teníamos que darles de comer, dejarles cosas en la puerta o cuando comíamos, teníamos que echar por el hombro el primer bocado, porque si no, esa noche no dormíamos”.

Tal vez porque los chinos tenían más cuentos chinos que los de mi abuela, éstos la aceptaron con su hija, pero eso sí, las explotaron hasta la indecencia: fiscalizando qué y cuánto se comían, qué tanto trabajaban lavando loza, fregando pisos, cocinando; si dormían más horas o rompían un vaso, descontando todo de su sueldo bajo cualquier pretexto. Por eso Cuca no aguantó, volvió a juntar tiliches y se largó con mi madre a Guadalajara, porque así estaban más cerca de su terruño.

Eso de armar bultos y andar dando tumbos por Santa María y medio mundo lo siguieron haciendo durante años, solas o con don Javier después. Al lugar que llegaran lo hacían con el estrépito de gitanos: cacharros de cocina, cartones de ropa que no usaban, aparatos descompuestos, camas viejas con colchones apestosos, bacinicas y hasta el perro en turno. Si no, vendían todo y vuelta a empezar. En sus últimos años Dora y Cuca llegaron a tener ¡24 cartones de garras, zapatos viejos y baratijas sin desempacar en casa! Las veces que intenté se deshicieran de toda esa basura, fueron las mismas que recibí mentadas de madre de mi abuela y la mirada cortante de Dora. Cuando me tocó decidir qué hacer con lo que pepenaron en su vida, el día que mamá murió, simplemente dejé que Eva se encargara. Sólo me quedé con 117 cartas y 42 fotografías como único vestigio de que lo que viví no fue un sueño.

Dora terminó en Piedras Negras porque en Guadalajara la vio fichando Nacho Hervest, hermano de mi abuelo Chilo. Discutieron, se la quiso llevar en el acto pero las compañeras de mamá no lo dejaron y cuando mi tío le dijo “mañana vengo por ti”, mi madre desapareció.

Por una amiga supo que en la frontera se ganaba “mucha lana”, por lo que sin averiguar Dora se fue de avanzada y la abuela semanas después. Cuca sentía que debía algo en Sinaloa y mamá, con su padre asesinado en Culiacán, no quiso volver; “¿pa’ qué? Si allá puros sufrimientos”, dijo Dora entristecida. Pero además, ¿qué iban a pensar todos allá si sabían a lo que se dedicaba?

Guadalajara estaba lejos de La Palma Sola y de El Guayabo, pero Piedras Negras más.

Viñeta: RAF. Fotografía: Aramis Franco

jueves, 19 de junio de 2008

Consejos

Ruy Alfonso Franco

Ser padre no sólo es engendrar.

Con 22 años y meses que llevo de ser papá, he descubierto que no basta con serlo biológica y nominalmente, hay que saber ser amigo de los hijos; tampoco es suficiente contar con la esposa para educarlos, cuenta y mucho lo que yo pueda decir, por eso ahora menos que nunca entiendo ese empecinamiento de las mujeres "modernas" que pretenden tener hijos sin contar con la presencia posterior del padre. Ya verán, sus hijos lo lamentarán más que ellas. Se los aseguro.

Tampoco es necesario que me aferre y sostenga que lo sé todo frente a mis hijos, cuando muchas veces he aprendido de ellos. Como no hay una escuela para padres, uno aprende a serlo con el viejo método del ensayo y error, y es ahí donde uno entiende tantas cosas. Pero es claro que no es suficiente un hijo, ni dos ni docenas para saber ser padre siempre, porque a cada tanto hay nuevas lecciones y es necesario estar abiertos para entender cosa nuevas.

Me queda claro que no necesito de un día específico para hacer esto: va por ustedes...


Consejos, de Jorge Cafrune
Música: Lucía Alvarez

lunes, 16 de junio de 2008

¿Qué hay de nuevo?

Ruy Alfonso Franco

Cuando la gente ve una película es porque quiere divertirse, así de simple. Sin embargo, más allá de esta sencilla apreciación subyacen aspectos que revelan mucho sobre la conducta de los espectadores, pues como dice Umberto Eco partiendo de la aseveración de Aristóteles de que “todo hombre, por naturaleza, apetece saber”, pero prefiere en estos tiempos “un ver ya confeccionado que le evite la interpretación del dato”[1]. Por lo demás, que haya flojera para pensar no le impide a nuestra sociedad ufanarse de estar al día.




¿Cuáles son las de estreno?, es la pregunta común de los clientes que buscan novedades en cualquier videoclub. Estos espectadores heterogéneos no necesariamente están interesados en la historia del cine, festivales, cine underground o técnicas innovadoras, pero quieren estar al día aun cuando el contenido, trasfondo, estética o costos de la película escogida le sean irrelevantes en la mayoría de los casos. La cosa es que sea estreno.

Tal vez la idea de fondo sea que la primicia del estreno nos conceda algo de estatus, como tener algo nuevo, ser los primeros que lograron ver aquello porque, por ser perecedero el estreno —más tarde dejará de serlo—, su valor acaso radique en ello; y entonces nuestro placer estribará en decir a los amigos, “ah, ya la vi, ¿a poco tú todavía no?” Así, la ambigüedad se nutrirá del sabernos dentro y no fuera, pues pertenecemos, somos exclusivos. Entonces, el triunfo de esta pírrica victoria se parecería, por asociación, al éxito y nada más embriagador que dicha satisfacción por nimia que sea. Por supuesto, también cuentan las preferencias del cliente: si la película tiene acción, suspenso, humor, romanticismo o sexo. Pero para el espectador común antes que las cualidades del video a rentar lo que importa, sobre todo, es que esté de moda. Aunque decir moda nos remita a lo que todos saben, por lo que implicaría una evidente estandarización del hecho, pues todos, se dice, saben de ello; pero, entonces, esto no sería novedad, ni original, de modo que la presunción de esa distinción que muchos buscan se haría polvo, ya que no habría nada de qué jactarse en realidad. El modelo original es la impronta, la novedad; pero la moda es la imitación sin el valor de aquello.

Cuando los espectadores pretenden rentar la novedad, resulta que no es más que una ilusión, no existe la exclusividad que todos creen tener: al mercado han salido millares de copias de esa película, que además es copia de otras historias similares que puede reproducir con éxito ciertas cualidades de la idea original (quizá el estilo, la técnica), pero no es original, mucho menos novedad. En el peor y más común de los casos, la copia tiende a ser un trabajo burdo, completamente fallido e intrascendental. En pocas palabras, la misma historia de siempre en el cine comercial.

Pero el cliente ansioso va tras el estreno, participando en lo que Eco llama “la carrera en pos de la información”[2], porque eso nos pone al día, nos da la sensación de pertenencia al grupo exclusivo que, como yo, ya sabemos; aunque la idea de estar enterado no implique comprender aquello. Las costosas campañas publicitarias impulsando productos culturales que pueden tener escaso o ningún valor, provocan un estado de ansiedad en la audiencia que empieza a sentir que estar al día es ver la telenovela “más popular”, tener el último disco del cantante del momento o ver la película “más taquillera”, mientras quedan de lado aquellos problemas que directa o indirectamente afectan nuestra existencia: carestía, desempleo, violencia, corrupción, analfabetismo, subdesarrollo, etc.


Y lo que se obtiene solamente es información chatarra, que manipula y oculta realidades. Al final los únicos beneficiados serán los que tengan en juego, esa sí, la exclusividad del poder y dominación social, manipulando en pro de sus intereses. El mensaje es que quien no esté al día, a la moda, es tanto como perder presencia ante los demás, no importa que sea por cosas tan banales como pelearse por una prenda de vestir en oferta, porque obtenerla es una forma de poder, dominio, y no lograrlo es no tomar parte de ese estatus, del yo sí, ¿tú no? Esto provoca el desencanto, insignificante al principio, pero la suma de diversos y constantes desencantos deviene en frustración, la infelicidad para muchos, pues esto sabe al fracaso que tanto nos han advertido en nuestra educación formal neoliberal, ya que sólo los mejores triunfan.

Cuando los verdaderos triunfos como el conocimiento erudito o las habilidades físicas extraordinarias no las podemos lograr y las sentimos imposibles, volcamos nuestro desaliento en otro tipo de “hazañas” más accesibles, como hacer colas tres días con sus noches para inscribir a un hijo en una escuela que está de moda; regalar a nuestros hijos por Navidad aquel “novedoso” ipod que está, claro, de moda; o rentar únicamente estrenos porque ello representa un mayor valor que el contenido mismo de la cinta. Para los monopolios internacionales lograr hacer sentir miserable a una audiencia desprevenida a partir de sus necesidades de amor/sexo, éxito, seguridad, salud o felicidad, significa enormes ganancias, pues nos han hecho “comprender” que la depresión sólo tiene alivio con la satisfacción de tales necesidades y eso cuesta. Entonces el consumo de cosas materiales puede significar el triunfo esperado, sin importar que a la mejor mis necesidades sean tan artificiales como la satisfacción que por este medio pueda obtener. Porque en el frenesí de estar al día incurrimos en lo absurdo: lo nuevo en computadoras, autos, estéreos, ropa, etc., una carrera irracional que nunca ganaremos.


La industrialización de la cultura hace del raiting, el hit parade o las estadísticas con que se mide el éxito de los programas de televisión, música, libros o películas a modo de señuelo, un mecanismo más de manipulación indirecta de las compañías que han lanzado al mercado sus productos, manejando números (reales o ficticios) como prueba irrefutable de calidad. Así los gustos de la audiencia se van moldeando convenientemente, ocasionando con esto una falsa y superficial apreciación sobre tales productos, porque el disco aquel o esta película es la que anunciaron en la tele y dicen que está muy buena, es lo que los demás escuchan o ven ¿y por qué ellos sí y yo no?

¿Quién no ha escuchado a algún presentador hablar emocionado de “la buenísima rola” de la Banda El Recodo o la “gran película” que es la última de George Clooney? Sea porque tienen la consigna de anunciarlos así o porque la reflexión no es su fuerte y anuncian con igual entusiasmo un jabón para perros que los más recientes muertos en Irak; el caso es que esos adjetivos pronunciados, por cierto, con tal irresponsabilidad pero con vitalidad y simpatía, cautivan y logran el clamor popular, tal vez porque todos lo entienden y están en sintonía; son, pertenecen. Otra vez, la dulce futilidad invade los sentidos ahogando la lucidez.



Bajo este criterio, llama la atención cómo la gente puede reducir sus posibilidades de aprovechamiento apostándole solamente a la novedad, que no necesariamente garantiza la calidad del producto. Tal actitud evidencia a una audiencia desinformada, pues al buscar nada más estrenos pasa de largo cintas clásicas o rarezas apreciables de cineastas independientes, conformándose normalmente con películas mediocres. Cuando en realidad no hay novedad en el estreno porque la industrialización de aquel producto, debidamente estandarizado, se ha encargado de quitarle cualquier rasgo distintivo, según “la esencia de la llamada democracia”: “atente a lo que hagan los demás y sigue la ley de quien sea más numeroso”
[3].

¿Dónde quedó la novedad? Los medios pueden hacernos quedar como el triste perro de Pavolov, cuando le sonaba la campanita engañándolo: por más saliva que aquél arrojara no había carne qué comer. La originalidad y la trascendencia no es algo común en los estantes de los videoclubes, librerías o disqueras, tomando en cuenta que estas empresas responden a los gustos de sus usuarios, casi todos al pendiente de lo conocido. La clave del éxito para cualquier compañía cinematográfica es hacer películas con historias que todos conocen y de vez en vez arriesgarse con algunas modificaciones a partir, claro está, de lo ya establecido: el héroe, el infortunio con el éxito inesperado, la resolución de los problemas a partir del romance o aventura y su fórmula mágica, la felicidad exclusiva para los más audaces.

Así las cosas, la novedad para el público ansioso por los estrenos, es tanto como esperar un vaso de cristal de varios millares iguales, como si fuera jarrón etrusco.



[1] Eco, Humberto. Segundo diario mínimo, ¿dónde iremos a parar? Editorial Lumen, 1996, Méx., p20.
[2] Ídem, op cit., p21.
[3] Ídem, op cit., p21.

Ilustración y fotografías: RAF

martes, 10 de junio de 2008

www.sexo.com

Ruy Alfonso Franco

2. ¿Y qué es lo que ve el internauta curioso?

En el peor de los casos está la indiferencia. En Internet, me parece, ésta es la parte más oscura del invento de fin del siglo XX. Y es que pocos parecen sentirse afectados por los excesos en este medio, engolosinados como estamos ante tanta supuesta libertad para decir, mostrar y ver cualquier cosa; especialmente sexo.



A casi 20 años de su popularización, la vulgaridad, la violencia verbal y visual generada en Internet, por mucho que satisfaga toda intención libertaria de albedríos, no deja de atentar contra los mejores principios educativos y espirituales, y da manga ancha a todo lo que por norma se reducía a minorías muy proclives al desenfreno, la siempre áspera pornografía. Hoy cualquiera de nuestros niños puede toparse, “sin querer”, con el lenguaje más soez o las imágenes más brutales por la red, sin argumento ni contexto que los soporte.


Es decir, en términos reales, yo como padre de familia puedo evitar que mis hijos vean espectáculos desagradables o nocivos si los mantengo alejados de ciertas zonas rojas (cantinas, prostíbulos o callejones oscuros...), pero siendo el Internet un sitio público, ¿cómo evito que mis niños se topen con las majaderías, obscenidades e imágenes más agresivas en línea? ¿Prohibiéndoles el uso de este valioso medio? Sería como, por prejuicios, no saludar de mano a una persona enferma de SIDA. Vaya, no hay aquí un problema que una buena educación que amplíe los criterios no resuelva, porque estamos ante la evidencia de que los refugios para la inocencia infantil cada vez son menos, apurados como estamos por vivir en el “mundo real” y globalizado. Uno bastante grotesco, por cierto; uno en donde empujamos a nuestros hijos a vivir aceleradamente de la mano de la cambiante como fría tecnología, en un mundo cada vez más materialista y menos espiritual.


Lo curioso es que cuando la sociedad toma conciencia sobre los posibles daños psicológicos y morales de los excesos en Internet, la primera condena es para la pornografía, pero no tanto para la conducta de los cibernautas, que es significativamente más dañina porque es quien ha degenerado uno de los medios de comunicación más importantes, en vulgares lavaderos de vecindad en sus chats, foros y blogs; quien ha vuelto a Internet un gran mercado sexual. ¿Quién no se ha topado con anuncios anónimos de personas que buscan información sobre qué sitios encontrar pornografía infantil, especialmente de niños de 6 a 13 años? Y los foros y blogs, ¿acaso no son en su mayoría sitios de exhibición y búsqueda de romances, que fácilmente deviene en escarceos sexuales?




Es decir, que aparte de los enfermos que acechan a los más inocentes, está cualquier hijo de vecino, oficinista, maestra o desempleado azuzando a otros, buscando aventuras de amor y sexo, dando rienda suelta a sus instintos simplemente porque se puede y nadie los ve… Claro que mientras nuestras apetencias respeten las libertades y los derechos de los demás sin afectar su integridad y voluntad, todo podría estar bien en la red y parecerse a un paraíso idílico. Pero resulta aquí que nada de esto parece suceder, pues cada vez más Internet da pruebas de haberse vuelto un monstruo incontrolable. Los noticieros nos advierten todos los días de ello y los especialistas en medios y conducta social ya han presentado investigaciones serias sobre los daños que el mal uso del ciberespacio y los juegos electrónicos están provocando en los niños y jóvenes, irremediablemente adictos a los ordenadores y aditamentos (celulares, ipods, laptops, playgames y demás parafernalia digital).

No me declaro por una educación hipócritamente moralista, sino por una congruencia social de respeto y sentido común, de conocimiento y desarrollo cultural. Si me place el acto sexual, creo que es algo privado que involucra a dos (o a los que guste, si es usted muy energético y creativo), pero no públicamente a todos, porque entonces habría una degeneración social muy peligrosa que podría significar el fin de nuestra civilización, como tenemos constancia en la historia (recuerden el fin del imperio romano). Hoy las páginas sexuales en la red están más a la vista que nunca y son los usuarios comunes quienes mantienen muchas de éstas y hay mucha desfachatez ante la repentina libertad y facilidad para desnudarse, ver e inducir al devaneo sexual explícito. ¿Producto de las rígidas normas socio/religiosas y una educación deficiente por lo que oculta, más que por lo que enseña el sistema educativo o simple comercio abusivo y oportunista? Otros podrán alegar también que este libertinaje, a fin de cuentas, es un desahogo del estrés que nos provoca vivir la competencia diaria por la sobrevivencia en la era de la globalización.

Usted juzgue.

Lo cierto es que el sexo es el tópico más recurrente en la supercarretera. De lo que antaño era exclusivo de tugurios y mercado negro en prostíbulos, la pornografía en Internet hoy es un producto más como los que vemos en televisión. La oferta sobre el sexo más explícito como mercancía es sorprendente aquí, lo que hace pensar en la demanda que debe ser todavía mayor. Y esta insistencia sobre el sexo no necesariamente es producto de la casualidad, tanto como de la probable necesidad de nuestra sociedad de afrontarlo más abiertamente, luego de un par de siglos de falsa contrición, impuesto por una religión judeocristiana necesitada de controlar con mano de hierro la tendencia librepensadora de la moderna sociedad cada vez más materialista y menos dispuesta a la obediencia cristiana. Y allí el sexo pasó a ser un pecado y la Iglesia la salvaguarda de la pureza, lo que parecía garantizar, además, su propia existencia.

Por los hechos, ¿significa que Internet nos ha liberado de esa carga de conciencia?


Muchas inquietudes se desprenden de este medio, como la educación sexual y la cultura, a propósito de la más bien inexistente censura en Internet que da libre cabida al sexo explícito, ante todo por la deliberación sobre la libertad de expresión: ¿cuándo es o deja de serlo si afecta a terceros? Y la discusión se extiende si a esta libertad por mostrar el sexo sin restricciones, se le consideran posibilidades artísticas a través de la pintura, fotografía y el cine, lo que parece confundir a muchos, pues pocos comprenden las diferencias entre pornografía y erotismo, lo que a la postre es el perfecto pretexto para censurar ideas, más que el comercio vulgar del sexo.


El aspecto moral y hasta legal son un fantasma que recorre el teclado cada vez que alguien se conecta a la red, por aquello de que moros y cristianos acudimos al mismo vicio de voyeur y porque, prácticamente, sin limitación alguna, cualquier persona —de cualquier edad— que tenga acceso al sistema logra ver las imágenes más candentes y sin pagar un cinco, tranquilamente en casa, en la oficina o escuela.


¿Y qué es lo que ve el internauta curioso?


Aparte de las ofensas más gráficas, las ideas más reaccionarias, la chabacanería más ramplona y las perversiones insospechadas, usted querido lector, podrá ver sexo en sus más variantes subgéneros: bizarro (enanos, mutilados, violaciones, tortura, etc.), juvenil, bi, homosexual, lesbianismo, interracial, gordos, grandes tetas, grandes falos, maduras, anal, oral, zoofilia, juguetes, puños, lluvia dorada, sexo grupal, carreteras, públicos, baño de semen, amateurs, voyeurs y un gran etcétera hasta donde la imaginación alcance. Todo debidamente fotografiado, filmado o grabado en video y cámaras webs, incluso en directo bajo módica suma o bien por usuarios amateurs, que gustosos se exhiben gratis. Hay, además, chats, foros y blogs públicos o privados dentro de las páginas pornográficas, servicio de contactos y enlaces, búsqueda de prospectos afines y mensajería. Hay venta de juguetes sexuales, vestuario de fantasía, cremas, medicinas, vitaminas, afrodisiacos, revistas y películas en DVD en ofertas permanentes; anuncios para agrandar todo: pechos, nalgas y hasta penes. Hombre, hay hasta espacio para literatos inspirados que deseen publicar sus cuentos, novelas y crónicas sexuales.

Así pues, tenemos uno de los mayores inventos del siglo XX al servicio de la humanidad, dedicado básicamente a una sola cosa: al sexo.


Cierto que Internet ha obligado a una transformación quizás radical de la conducta humana, sobre todo por cambios en los cánones de la comunicación, pues es obvio que ya no basta con hablarle sólo al vecino, ahora podemos socializar con los que están allende a nuestras fronteras de la casa, el barrio, municipio, estado o país. No importa que sólo sea para agredirnos o excitarnos mutuamente.



lunes, 2 de junio de 2008

www.sexo.com

Ruy Alfonso Franco

I. El ánfora de Pandora

Internet debe ser el invento del siglo por la enorme utilidad que representa para la humanidad, por sus múltiples aplicaciones en el campo de la comunicación. Por eso llama la atención que esta red de información, con todo, sea subutilizada por un cada vez mayor número de internautas casi exclusivamente para el entretenimiento, en donde el juego y el sexo son los principales productos consumidos, según se puede observar en la oferta de este universo virtual.



Los innumerables sitios destinados al culto del cómic, programas y estrellas de la televisión y el cine; pero sobre todo los romances y el sexo en los populares chats como en los blogs, pareciera ser el único propósito de una mayoría creciente en Internet, en donde la pornografía es la ineludible recurrencia para las inquietudes hormonales y perversiones más escandalosas. Pero antes que nada, este servicio cautiva no sólo por su alcance como medio de expresión, sino porque como en ningún otro medio es el usuario quien controla —aparentemente— el uso de la red y esto le da un poder insospechado, magnificado todavía más por la posibilidad del anonimato, lo que le hace adquirir cierta seguridad que de otra manera, tal vez, no se tendría en casos donde el individuo deba aparecer físicamente. Es esto lo que ha derramado el ánfora de Pandora.

Y es que el usuario, aprendidos los rudimentos técnicos, puede crear sus propios espacios; atraer la atención sobre sus ideas o intereses y, claro, hacer negocios o conseguir la información que desee. El quid de la cuestión es, ¿cuántos de éstos realmente enfocan sus necesidades objetivamente, sin perderse (como lo hacen la mayoría de los televidentes, por ejemplo) para terminar consumiendo chatarra, enajenados y adictos?

Al respecto, Víctor Flores Olea y Rosa Elena Gaspar de Alba son muy claros en su apreciación sobre las consecuencias de una tecnología mal aplicada (¿o mal entendida?):

"Su aplicación contradictoria nos inclina a pensar que los avances de la tecnología ­­—que también han proporcionado bienestar y seguridad a una parte de la especia humana— son instrumentos cuyo significado depende, sobre todo, de la utilización que de ellos haga el hombre y la sociedad humana. Esos instrumentos, en sí mismos, tenderían a ser neutros, dependiendo su destino más bien de la organización social en la que se desarrollan y de la calidad y propósitos de los hombres y mujeres que los utilizan.

Acerca de la dirección sombría de la organización social 'moderna' y sus consecuencias aplastantes sobre el ser humano —para hacer únicamente referencia a las profecías negativas en el terreno del arte—, recordemos obras como Metrópolis (Fritz Lang, 1926), Un mundo feliz (Aldous Huxley, 1932) y 1984 (Georges Orwell, 1949), entre otras, que construyeron aterradoras ficciones sobre el encadenamiento y la fragmentación del ser humano en las metrópolis abstractas y gregarias del futuro (que ya es presente); o sobre el uso de la ingeniería genética para condicionar la vida antes del nacimiento; o acerca de una vigilancia de la conducta y la conciencia de cada uno que nos encadena inflexiblemente a ideologías o intereses desconocidos, dictatoriales y represivos (las múltiples versiones del Big Brother).
[i]

Una sensación de libertad y dominio es lo que el usuario común de Internet puede sentir al navegar, yendo a cualquier punto del planeta a través de su PC, contactándose rápidamente con una diversidad de personas con las que, de entrada, no hay más diferencia que la máquina que cada una posea (por su sofisticación y capacidad), porque las distancias culturales o económicas parecieran no notarse o no importar. Pero más que nada porque el navegar es en sí un juego, uno en donde podemos asumir personalidades distintas.



Así que tenemos por el ciberespacio las más variopintas situaciones: niños de 15 ligando con señoras de 40, abuelos de 70 seduciendo a colegialas de 14. Hombres y mujeres buscando amantes o masturbándose en los chats frente a sus web cams, según ellos mismos declaran en los foros. Las más diversas tendencias y gustos sexuales en todas sus formas. Exhibicionistas y consumados perversos (o debutantes) asolando los sites. Negros con blancos, católicos con judíos, latinos con europeos, ricos con pobres, etc. No importa, no sabrán si no lo revelan. La posible y original diversidad hacen atractivo a este servicio. Claro que también afloran las peores y las más despreciables conductas; racismo, brutalidad e ignorancia parecen caminar de la mano, tal vez porque después de todo, el anonimato nos envalentona para dejar de reprimirnos y nos anima a manifestarnos así tengamos las más obtusas ideas.


Todos en Internet parecen hacer posibles sus sueños.

Por supuesto, no todo es mentira y hay quienes, aceptando su verdadera identidad de todas maneras se sienten fuertes escudados tras las pantallas sin importar si estás lisiado, feo o tienes mal aliento (photo shop cumple todos nuestros sueños). El nivel económico no tiene importancia (aunque se supone que el usuario es de una clase media/alta) y mucho menos lo tiene la cultura (aunque ésta queda evidenciada cuando aparecen las enormes fallas ortográficas, las expresiones más pobres y la intolerancia), porque al fin de cuentas, pareciera, todos tienen las mismas inquietudes: jugar y desahogarse, y en ese sentido todos son iguales en la red.


En medio de esto sobresale lo constante del sexo y la libertad para generarlo y consumirlo, en cierto modo sin peligro físico (contagios o violencia), a pesar de que muchas de las imágenes o el lenguaje empleados son en sí violentos. Esto hasta que se pasa al siguiente nivel del contacto real, en donde es común que surjan los fraudes y abusos a menores de edad, presa fácil de bandas criminales que han encontrado en Internet un excelente mercado para el negocio del sexo más bizarro. Curiosamente, pese a que cualquiera pueda sentirse ofendido o lastimado por lo que ve en Internet, poco se ha logrado contra pederastas o realizadores profesionales de la pornografía, porque los primeros se ocultan en las entrañas de la red y a los segundos los protege la ley como la industria boyante que es. Pero el usuario no está protegido contra las imágenes agresivas, contra prejuicios, traumas y complejos que transitan agazapados. Tampoco nos protege contra un medio electrónico utilizado principalmente con fines comerciales y que tarde o temprano habrá de regularse seriamente y no sólo con letreros que digan, en el caso del mercado sexual: Soy menor de 18 años /volver a la página principal.

Entonces, el problema, quizás no sean los productores de imágenes rudas, sino la misma conducta de los usuarios, porque salvo el sexo explícito que uno encuentra en la red sin estar debidamente regulado (cuyo control sería necesario, para evitar envolver a los menores), la parte más agresiva siempre viene de los propios usuarios al excederse en sus libertades, al no saber comportarse en los sitios públicos; al libertinaje de su proceder porque, con esa recién adquirida libertad para conducirnos solos y sin control, no sabemos cómo administrarnos. Y si a esto agregamos la voracidad de los comerciantes insensibles que explotan encantados el morbo de los cibernautas, tendremos pronto un gran problema que legislar, porque desde hace rato ya se genera aquí todo tipo de crímenes, sobre todo de carácter sexual.

Luego queda en el aire la inquietud, ¿los seres humanos necesitamos ser controlados, dirigidos, para poder actuar razonablemente? Habrá que pensar en la reflexión de Francisco Prieto cuando dice que: “...por el hecho mismo de que cada hombre es un ser inacabado arrastra un grado mayor o menor de inseguridad y una de las formas de aplacar dicha inseguridad es el poder: el que se ejerce y el que se padece.
[ii] Por eso, cuando el usuario violenta a otro por sus ideas, cuando subestima su nacionalidad, cuando abre foros para decir que a su mujer le gusta el sexo anal, que desvirgó a su primita de 10 años o afirma que los gatos son su mascota preferida, el individuo está utilizando el medio a su antojo, no importan las banalidades ni la dimensión de su confesión o sus fantasías. Hay la satisfacción de dominar ese espacio, aunque sea temporalmente.

En el peor de los casos está la indiferencia.




[i] Flores Olea Víctor y Gaspar de Alba Rosa Elena, Internet y la revolución cibernética, Océano, 1997, p. 15.

[ii] Prieto Francisco, Cultura y comunicación, Ediciones Coyoacán, colección Diálogo Abierto. Comunicación, 1998, p. 10